Opinión
Malos modales y otras arrogancias
Son los del aquí estoy yo y puedo hacer lo que me dé la gana y a ver quién se atreve a toserme
Muy a menudo, y más aún con la llegada del buen tiempo, que reparte libertades y licencias a tutiplén, se siente el pacífico ciudadano incomodado, molestado, y en algunos casos hasta casi amedrentado por los que ni se paran a pensar, o eso parece, que no viven solos, y que hay unas pautas de comportamiento elementales y de sentido común que rigen y han regido siempre en cualquier tiempo y lugar la convivencia. Son los que no saben distinguir entre lo público y lo privado, los que no son conscientes de que hay una frontera, una línea divisoria entre la libertad (y la intimidad, o la privacidad, como se dice ahora en la jerga cursi ilustrada) de uno y la de los demás, los que tienen por hábito y rutina imponer su presencia allá donde van, y campar a sus anchas, y andar por todas partes como Pedro por su casa.
Los que se tumban a la bartola allí donde les peta, se repantigan en el asiento del metro como si estuvieran en el sofá de su casa, ponen la música a todo volumen a cualquier hora del día y de la noche, hablan a todo trapo por el móvil en los transportes públicos, aceleran el motor a toda hostia por la calle, maltratan parques y playas y jardines con plásticos y envases de todas las medidas, invaden las aceras con bicis y patinetes a toda marcha (¡y ay del que se atreva a reprochárselo o llamarles la atención, y lo mismo da que lo haga de forma educada que no, porque la más previsible respuesta, y la más comedida, será el asombro –¿qué he hecho yo?– o la indiferencia, y en muchos casos el ademán airado, o directamente el improperio!).
Son los del aquí estoy yo y puedo hacer lo que me dé la gana y a ver quién se atreve a toserme, pero qué celo el de esos mismos –y no solo ellos, que aquí entran otras categorías, la de los urbanitas de aldea, por ejemplo– a la hora de defender lo suyo y privado, y a qué extremos pueden llegar con tal de preservar sus derechos, que de esos tienen a porrillo… Y le vienen a uno a la cabeza los casos –leídos en los periódicos– de algunos que se han comprado casa en un pueblo o han ido de vacaciones al campo y han denunciado a los que tienen gallo porque les despierta cuando canta, o a la parroquia porque las campanas tocan por la mañana a misa y el reloj que da las horas en el campanario de la iglesia no les deja dormir, o al ayuntamiento porque un árbol centenario que allí había junto a las casa recién adquirida les llena de hojas su pequeño jardín y exigen que o bien talen el árbol o bien le sustituyan por otro que no sea de hoja caduca sino perenne, o a los ganaderos porque las vacas mugen de noche…
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