Ciencia

El núcleo crece, ¿se detendrá La Tierra?

La parte más interna de nuestro planeta parece expandirse de manera irregular, pero, ¿qué impacto podría tener esto en nosotros?

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Hay muchas cosas que entendemos en clave de película. Cuando nos enfrentamos a situaciones atípicas, a sucesos que no estamos acostumbrados a presenciar, solemos buscar referencias en la ficción. Así sucedió durante los primeros meses de pandemia, cuando «Contagio» y otras historias se tornaron una suerte de guía. Y claro, si bien existen un número prácticamente infinito de situaciones que jamás hemos vivido, el número de historias que hemos contado en cine, teatro y literatura es mucho más escueto. El resultado inevitable es que una misma ficción acabará apareciendo una y otra vez a tenor de muy distintos sucesos.

«Principio del palomar»

Esto último es lo que conocemos en matemáticas como el «principio del palomar», «de las cajas» o de Dirichlet y dice así: si existe un número cualquiera de palomas que hemos de distribuir en un número menor de palomares tendremos que poner, al menos, a dos palomas en el mismo palomar. Así pues, como sobre geología hemos escrito más bien poca ficción, cualquier nueva noticia que emerge acaba siendo interpretada en clave de la infame película «El núcleo». Toda novedad acerca del interior de nuestro planeta lleva a las redes a sospechar que estamos ante un indicio de que la Tierra va a pararse, que al dejar de girar su interior perderemos nuestro campo magnético y que entonces cundirá el caos. Pues bien, un nuevo estudio revela que, según parece, el núcleo de nuestro planeta está creciendo de forma asimétrica, más por un lado que por otro y, por supuesto, la interpretación apocalíptica no encaja tan bien con los hechos como las redes parecen creer.

Para entender el problema, antes que nada, hemos de comprender la estructura de nuestro planeta y cómo se mueve su interior, porque lejos de ser una roca inerte, estamos sobre una bestia hecha de capas que fluyen, se deslizan y resquebrajan. La formación de los planetas sigue siendo, en gran medida, una incógnita. La conocemos a grandes rasgos, pero hay multitud de detalles que todavía se nos escapan.

Sin embargo, sabemos que, una vez reunida una gran cantidad de materia incandescente en un mismo lugar, todo empezó a ordenarse. Las distintas sustancias habrían empezado a estratificarse según su densidad, de forma análoga a cuando ponemos aceite, agua y arena en una botella y la agitamos. En cuanto la dejemos quieta el aceite se situará en la cima y la arena se hundirá. Del mismo modo, los elementos más pesados cayeron hasta el centro de la Tierra atraídos por la gravedad, mientras que los más ligeros se quedaron atrapados en la superficie. Ahora bien, esta diferencia de composición es tan solo parte de lo que distingue las capas de nuestro planeta, porque, evidentemente, los cambios de temperatura y presión que tienen lugar a medida que profundizamos. Cuanta más temperatura más se fluidifican los materiales, pero, a más presión, más se solidifican. De este modo, obtenemos una estructura tan curiosa como la nuestra, donde la parte más interna de nuestro núcleo está sólida, mientras que la externa está líquida a pesar de estar formada por los mismos minerales (hierro y en muchísima menor cantidad níquel). El núcleo interno tiene unos 1.200 kilómetros de radio (la distancia entre Madrid y París) y el externo aproximadamente el doble. Sobre ellos se encuentra el manto, con 2.900 kilómetros de espesor y cuya parte más interna tiene una consistencia plástica y muy deformable, siendo parte de lo que conocemos como astenosfera. El manto más superior es sólido, como la corteza (de solo 35 kilómetros) que forma la superficie, y estas dos últimas forman la litosfera.

Gracias a dicha estructura la superficie se divide en placas que, al desplazarse, forman montañas, volcanes, terremotos, etc. Si no fuera por este movimiento superficial la vida no podría existir tal y como la conocemos. Por otro lado, que el núcleo esté formado por un centro sólido en torno al que fluye metal fundido da lugar a un campo magnético. En parte, ese movimiento del núcleo externo se debe a la rotación de nuestro planeta, pero en realidad implica a otro factor incluso más determinante, las corrientes convectivas, por las cuales, el metal fundido cercano al núcleo interno se calienta reduciendo su densidad y ascendiendo para, allí, enfriarse y volver a bajar en un ciclo sin fin que mantiene en movimiento el metal.

Asumiendo toda esta información, un equipo de investigadores de la Universidad de California en Berkeley han estado analizando los datos que los terremotos pueden proporcionarnos. Las ondas sísmicas no son más que compresiones propagadas a lo largo y ancho de las capas de nuestro planeta y, dado que cada una tiene propiedades mecánicas diferentes, la forma en que estas ondas las atraviesan también es distinta.

Así es como sondeamos las profundidades de nuestro planeta, pero hay tanta información que interpretar que seguimos sacando conclusiones inéditas. El equipo de sismólogos de Berkeley han realizado una serie de simulaciones que muestran los cambios experimentados por el núcleo terrestre durante los últimos 1.000 millones de años, y los resultados son sumamente interesantes.

Sabemos que el núcleo crece a medida que se cristaliza más hierro en su superficie. Sin embargo, este estudio parece mostrar que la cristalización no es homogénea alrededor del núcleo, sino que se depositan más en la zona que hay bajo Indonesia que al otro lado, Brasil. Según los investigadores, esto podría explicarse si el núcleo hubiera estado recibiendo menos calor de los flujos convectivos bajo Brasil que bajo Indonesia.

Un círculo de círculos

No obstante, esto no afecta a la forma del núcleo, que sigue siendo esférico. La presión a la que se encuentra hace que el mayor depósito de un lado se acabe distribuyendo, de tal modo que, más que abultado, tiene capas excéntricas. Para hacernos una idea, podemos imaginar un gran círculo relleno de círculos cada vez menores. Posiblemente todos nuestros círculos tengan el mismo centro, pero ahora hemos de empujarlos hacia la izquierda un poco, de forma que ninguno se toque, pero que tampoco coincidan sus centros. Precisamente por esta redistribución, el depósito irregular no tendría ningún impacto significativo en nuestro campo magnético, ni en la rotación de la Tierra, por lo que, contra lo que el cine nos ha enseñado, estamos a salvo.

Así pues, podemos estar tranquilos. No hemos de esperar que nos frían los rayos ultravioletas, que los pájaros comiencen a chocarse con las ventanas, que fallen los satélites, se fundan los televisores o nos muten los rayos cósmicos. El núcleo sigue siendo esférico y se encuentra exactamente donde debería. La novedad no es su forma, sino cómo la ha ido obteniendo y readaptándose. Teniendo en cuenta detalles como estos podremos comprender mucho mejor cómo ha llegado a formarse nuestra Tierra; de hecho, otro dato aportado por los sismólogos de Berkeley ha sido el de datar la antigüedad del núcleo interno. Esto estaría comprendido en una horquilla entre los 500 millones de años y los 1.500 millones. Cada vez estamos más cerca de conocer la historia de esta bestia geológica sobre la que vivimos, y todo gracias a la ciencia.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Que el núcleo interno solo exista desde hace (como mucho) 1500 millones de años, no significa que antes de ello no tuviéramos campo magnético. De hecho, ya existía, presuntamente debido a movimientos convectivos de naturaleza algo diferente.

REFERENCIAS (MLA):

  • Frost, Daniel A. et al. “Dynamic History Of The Inner Core Constrained By Seismic Anisotropy”. Nature Geoscience, 2021. Springer Science And Business Media LLC, doi:10.1038/s41561-021-00761-w. Accessed 24 June 2021. https://www.nature.com/articles/s41561-021-00761-w