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Nuria Barrios: “La clase política necesita un buen baño destructor”

La escritora madrileña publica su última novela, «Todo arde», en la que aborda con marcada sensibilidad la cuestión de la drogadicción y la intensidad de los vínculos familiares
Luis DíazLa Razón
  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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La mujer que quiso escribirle un alfabeto a los pájaros, se enamoró patológicamente de la vida y su contrario, estuvo a ocho centímetros de caer precipitadamente al abismo de la prisa y tuvo que inventariar un corazón únicamente alumbrado por la luz de la dinamo regresa con una novela en la que el fuego no solo es capaz destruir la piedra, también de vaciar los cuerpos. En el número diecisiete de la madrileña Calle San Cristóbal existe un rincón suficientemente visible de la estantería que se refugia en la esquina de una de las estancias de "Librería de mujeres” en donde se puede observar la imagen velada de un cuerpo femenino impreso en la portada de un libro. Una joven enreda sus brazos y la atmósfera se impregna de un polvo blanquecino que bien podría identificarse con una nube de cocaína o con un fogonazo de luz. «Todo arde» (Alfaguara, 2020) es el nuevo trabajo literario de la escritora Nuria Barrios y el pretexto más elegante y más justificado para reunirnos con ella y ponerle nombre a las cosas que no lo tienen, bucear en la liturgia mitológica de Orfeo y Eurídice -mito del que se sirve la escritora para recrear la historia de los dos protagonistas-, purificar y sacudir el polvo de la clase política y reivindicar la voz de las narradoras femeninas. Todo ello con el telón de fondo de unas páginas a punto de arder que se trasladan a las entrañas de un poblado chabolista en donde transitan adicciones, reproches viscerales, nudos familiares, distintas formas de salvarse y la potencia narrativa de un personaje como Lena, que en palabras de la propia autora “es la primera mujer yonki que tiene una voz propia sin necesitar ningún complemento masculino para que se oiga”. Vamos a comprobar hasta dónde llega el sonido.
–¿Cómo desciende una al corazón de un poblado chabolista desvinculándose de la mirada estereotipada, del cliché supremacista?
–Cuando yo escribí la novela, ya conocía los poblados chabolistas de Madrid. En realidad un poblado chabolista de venta de drogas es un calco del Hades, del inframundo donde acudían las almas de los muertos en el mundo de la mitología griega. Lo vi todo. Vi cómo la gente que acude allí a consumir era igual que esas sombras que pululan por el inframundo, como Hades y Perséfone eran la reproducción exacta de los clanes que se disputan el poder en los poblados, como las cundas, que son los coches que llevan a los consumidores al poblado, eran igual que las barcas que lleva Caronte al inframundo cruzando la laguna Estigia y cuando fui capaz de ver todo eso descubrí que había historia.
–La noche es el escenario donde transcurre la totalidad de esta historia...¿Es su limitación lo que le atrae de ella? ¿Su naturaleza finita?
–Eso desde luego. Además la oscuridad implica una serie de pérdidas de referencias visuales muy interesantes. La noche te desorienta, hace que aumente la sensación de pérdida, de vulnerabilidad, de desvalimiento. En las grandes historias de los grandes héroes míticos, la noche es el ámbito de las tareas de un solo aliento. El héroe entra al corazón de la noche a llevar a cabo una misión y sale cuando la ha realizado, coincidiendo con el final de la noche. Me parecía un ámbito muy sugerente.
–¿Por qué decide volver a Lena?
–Este personaje ya aparecía en «La luz de la dinamo» (2017) y «Ocho centímetros» (2015). En cierta forma la escritura de esos libros anteriores han preparado el camino. Lena aparecía con otros nombres, de otra manera...pero ya consiguió mostrarme que era un personaje fascinante que no merecía morir en mi cabeza. Una persona adicta como ella es un cascarón, un cuerpo vaciado y al mismo tiempo un espejo donde todos los que se encuentran cerca de ella van a ser capaces de verse reflejados. Tiene la capacidad asombrosa de obligarles a cuestionarse problemas que hasta el momento no se habían cuestionado.
–¿Qué arrojaría a una hoguera para que ardiera en estos momentos?
–Tantas cosas (risas). El fuego es fascinante porque representa fuerzas encontradas. Tiene un poder destructor pero también posee uno purificador, catártico. Arrojaría, para empezar, a la clase política. Porque creo que necesita un buen baño destructor y un renacimiento catártico. Y también metería a toda nuestra sociedad, porque es un elemento muy vapuleado, muy sufrido y al mismo tiempo muy ciego, con una costra muy gruesa que les impide ver lo que está sucediendo alrededor y lo que están haciendo con sus vidas. Yo también me metería, que conste, porque escribir es renacer.
–Parece que en términos cinematográficos se tiende a romantizar la adicción a las drogas e incluso en términos literarios ha habido periodos en los que también. ¿Cómo quiso abordar esta cuestión?
–Me indigna que el tema de la adicción, que no es otra cosa que el tema del abismo, tenga todavía ese aura romántica, onírica, edulcorada. Hay muchos tipos de abismos, pero el de la droga es un proceso de vaciamiento, de subjetivización, de degradación muy poderoso. En ningún momento quise novelizarlo.
–¿Tendemos a sacralizar los vínculos de sangre? ¿A mitificar de forma innecesaria el concepto de familia?
–La familia es el nido emocional del que proceden muchas de nuestras fortalezas pero también muchas de nuestras debilidades. Hay que huir de sacralizarla, pero tampoco podemos negar que la construcción de nuestra identidad depende, en gran parte, de ella. Aquellos con los que nosotros hemos crecido, en este caso concreto de la novela, los hermanos, podríamos definirlos como una prolongación de la placenta. Nuestra afectividad y nuestro intelecto se crean sobre los cimientos de los vínculos familiares de modo que no hay que negar su peso.
–Como autora, ¿cree que el silenciamiento histórico de la voz narrativa femenina es una realidad empírica o una reivindicación pasajera?
–Es una realidad empírica sin duda. Constatable en hechos. En la historia de la literatura, el porcentaje de los escritores hombres es mucho mayor que el de mujeres por cuestiones sociales, históricas. Los personajes literarios femeninos han sido construidos mayoritariamente por hombres a veces con cierta perspicacia y otras con mucha torpeza; de forma incompleta, superficial y estereotipada. Esa tendencia se está revirtiendo en la actualidad. Socialmente todo ha cambiado y la presencia de mujeres escritoras está aumentando pero todavía hacen falta muchos años para que la proyección de la mujer en la literatura sea la adecuada. Siempre hemos sido las compañeras, las parejas de los protagonistas, las madres de, las hijas de y Lena, la protagonista de esta historia, se desmarca de todo eso.
–¿Es posible dinamitar el límite entre el relato social y la novela realista?
–Es complicado porque son escenarios muy parecidos. Para mí la literatura tiene como todo en la vida una dimensión política. Todo lo que hacemos la tiene, incluida nuestra forma de vivir. No creo en la literatura de tesis, no hago literatura política, sin embargo todo lo que escribo tiene una proyección en la sociedad. No hago literatura feminista pero sí hago literatura desde una posición determinada. Y esa posición es la de ser una mujer consciente de su voz y también de cómo se relaciona mi voz con la de los demás y cómo se proyecta en la sociedad.

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