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¿Está incurriendo el arte en un conflicto de intereses?

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La Razón
  • Pedro Alberto Cruz Sánchez

    Pedro Alberto Cruz Sánchez

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Gran Bretaña es, en este momento, el principal laboratorio del arte contemporáneo. El mercado se encuentra en fase de redefinición de su funcionamiento, y en el Reino Unido se están produciendo interesantes movimientos que, a buen seguro, afectarán al entero panorama internacional. Las claves que permiten representar este nuevo panorama son básicamente tres: un descenso del aporte de dinero público a los presupuestos de las instituciones artísticas; el cuestionamiento ético de los patrocinios provenientes de multinacionales petrolíferas, farmacéuticas o dedicadas a la venta de armas; y el creciente peso alcanzado por galerías y casas de subastas en la esponsorización del programa de exposiciones de tales centros artísticos.
Cuando el dinero de procedencia pública mengua y, además, se opta por rechazar cualquier tipo de «patrocinio tóxico» que pudiera comprometer el buen nombre de una institución, la agónica interrogante que se abre no puede ser otra que: ¿y cómo diablos conseguimos financiación? Esta coyuntura ha sido aprovechada por los agentes privados «dealers» y casas de subsatas– para hacerse un hueco en la arquitectura financiera de estos espacios. No son pocos los galeristas y casas de subastas que han esponsorizado exposiciones de la programación de cada uno de ellos.
Pero, claro está, el que esto suceda abre la cuestión de hasta qué punto se está incurriendo en un conflicto de intereses. Un galerista que paga una exposición de uno de sus artistas representados en una gran institución, aprovechándose así del prestigio de la marca de ésta, ¿no transgrede todos los límites éticos permitidos? Lo cierto es que sí. Y, aunque los interesados –por motivos que resultan evidentes– nieguen este extremo, sitúa de nuevo a los centros de arte en una tesitura cuando menos bastante complicada.
Se quiera o no, el mercado lo abarca todo y, en breve espacio de tiempo, serán los intereses comerciales los que determinen las programaciones enteras de los museos. La falta de fondos hace que la capacidad crítica de las instituciones artísticas sea cada vez menor.
No será extraño pensar que los artistas que mejor estén representados serán los que copen las mejores franjas de la programación. No hay otro futuro porque no existe hoy dinero libre de intereses. Pensar otra cosa es una entelequia que resulta de una ingenuidad pasmosa.

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