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Historia

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El «Indiana Jones» del siglo IV

El papa Dámaso I ejerció un trabajo arqueológico en roma para identificar los cuerpos de los mártires de las catacumbas

Dámaso I fue uno de los artífices de la instauración del canon bíblico
Dámaso I fue uno de los artífices de la instauración del canon bíblicolarazon

San Dámaso I (304-384) es uno de esos personajes ilustrados que rara vez nos regala la Historia, con mayúscula. Erudito, innovador y pendenciero, su contribución a la Iglesia resulta innegable a los ojos de hoy.

Huelga decir que, como casi todos los grandes hombres, supo rodearse de los mejores colaboradores. Empezando por su propio secretario: nada menos que San Jerónimo (347-420), Padre y Doctor de la Iglesia, quien dijo de él: «Es un hombre puro elegido para dirigir una Iglesia que debe ser pura». A Dámaso I se debe que San Jerónimo tradujese la Biblia al idioma popular, conocida con el nombre de «La Vulgata» y empleada por la Iglesia Católica durante casi quince siglos de historia. El mismo Dámaso fue cocinero antes que fraile, pues ejerció como secretario de los Papas San Liberio y San Félix antes de ser elevado al solio de Pedro.

Durante su pontificado, Dámaso I hizo honor a su nombre, que significa «domador». Se preocupó así de que todos los obispos reconocieran la autoridad incuestionable del Obispo de Roma, dejando bien clara la importancia de la jerarquía eclesiástica, así como la estricta organización de cada una de las diócesis que conforman la Iglesia.

Facilitó para ello las pautas morales, tratando de evitar la desunión de una Iglesia que a veces tendía a desmembrarse. No en vano, él mismo había sufrido esa tremenda división durante su ascenso al solio de Pedro, mientras contemplaba impertérrito el nombramiento del antiPapa Ursino. Y por si fuera poco, antes de eso fue testigo también del exilio del Papa San Liberio decretado por el emperador Constancio II, convencido arriano.

Precisamente en su denodada lucha contra el arrianismo, Dámaso I instauró el rezo de una oración que pervive hoy como una de las más proclamadas por los fieles católicos: el «Gloria Patris». Y extendió el uso de la palabra hebrea «Aleluya», empleada sobre todo para referirse a la Resurrección de Jesús y traducida como «Alabad al Señor». La expresión, que ya existía entonces, se utilizaba exclusivamente en el rito judaico.

Pero la historia de Dámaso I no acabó ahí, ni mucho menos. Su trabajo en las catacumbas resulta hoy impresionante. Tras siglos enteros de persecuciones y clandestinidad en las primeras comunidades cristinas, las grutas vaticanas estaban llenas a rebosar de restos mortales de mártires sin identificar.

¿Qué hizo entonces San Dámaso, que podría asemejarle siglos después al intrépido arqueólogo Indiana Jones en la ficción? Verlo para creerlo: el Papa en persona recorrió cada palmo de las catacumbas en busca de las sepulturas mal selladas y dispuso la reforma y secado de aquellas cuevas subterráneas para mejorar la conservación de aquellos restos humanos abandonados a su suerte.

Se tomó el tiempo necesario para identificarlos, como el mejor de los arqueólogos, e incluso para componer y grabar los epitafios en las lápidas de cada uno de los allí yacientes en forma de versos y leyendas que han permitido conocer hoy detalles insospechados de la vida de algunos de aquellos infortunados. Tal es el caso de San Tarsicio, declarado mártir de la Eucaristía. De ahí que Dámaso I se ganase a pulso el nombramiento de Santo Patrón de los Arqueólogos, con permiso de Santa Elena, por supuesto, digna también del mayor de los reconocimientos como madre de Constantino el Grande, primer emperador romano converso.

Los clavos de la Vera Cruz

A Santa Elena se atribuye además el descubrimiento de restos mortales que datan de la mismísima época de Jesucristo, como los clavos de la Vera Cruz o las consideradas reliquias de los Reyes Magos.

Resulta fascinante imaginarse hoy a un Papa del siglo IV, en medio de las luchas intestinas por el poder, preocupado en recorrer todos y cada uno de aquellos pasadizos secretos del horror para clasificar las improvisadas tumbas de sus predecesores con una paciencia y dedicación encomiables.

A nadie debería extrañar, por tanto, que el pontífice fuera tan previsor a la hora de disponer su propia sepultura, barruntando su inminente final. Su epitafio, desde luego, conservado hoy en su lecho mortuorio, habla por sí solo: «Yo Dámaso –escribió él mismo–, hubiera querido ser sepultado junto a las tumbas de los santos, pero tuve miedo de ofender su sagrado recuerdo. Espero que Jesús, que resucitó a Lázaro, me resucite a mí también en el último día».

Humilde hasta la sepultura, Dámaso falleció el 11 de diciembre del año 384, a la edad de ochenta años. Tiempo después, se levantó en homenaje suyo la grandiosa Basílica de San Dámaso, situada justo encima de su sepulcro, en premio a su sencillez.

«LA VULGATA»
En los siglos II y III, la Biblia en uso era la Héxapla, redactada en griego y atribuida al sabio Orígenes. San Dámaso, que tenía total confianza en su secretario San Jerónimo, con quien mantuvo correspondencia durante toda su vida, le encargó una nueva traducción de la Biblia al latín. El texto de San Jerónimo se conoció como «La Vulgata», como ya sabe el lector. Además de la traducción, primero se hizo una compilación de los documentos del Antiguo y Nuevo Testamento, que son los que conforman el Canon Bíblico o los que la Iglesia reconoce como Sagradas Escrituras. Estuvo vigente, como también conoce el lector, durante quince siglos, hasta que en 1979 se revisó íntegramente y se promulgó la «Nova Vulgata» en tiempos del Papa Juan Pablo II.