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El «buen Lenin», una falsificación histórica

Organizó la represión y las ejecuciones masivas. Fue el instigador de los gulags y la Checa. El historiador Sthépane Courtois cuenta su represión y desenmascara su lado oscuro

«El Lenin bueno por oposición al malvado Stalin (fue) fruto de una operación preparada con meticulosidad a principios de 1956 por el Politburó soviético con ocasión del XX Congreso del PCUS, reunido ante los dirigentes comunistas del mundo entero (…). Se trataba, tres años después de la muerte de Stalin, de una notable maniobra política e ideológica destinada a “blanquear” a toda la dirección que había participado en el establecimiento del terror y que ahora quería parecer “responsable pero no culpable”. El culpable, ese canalla, ese apestado, era el “malvado Stalin”, vilipendiado y cubierto de insultos durante varias horas ante los delegados estupefactos», escribe Sthépane Courtois es su libro recién aparecido, «Lenin, el inventor del totalitarismo» (La Esfera de los Libros).

Courtois, reconocido historiador francés, editor de uno de los grandes best-sellers históricos de finales del siglo pasado, «El libro negro del comunismo» (Espasa Calpe/Planeta, 1998), que nos puso los pelos de punta al informarnos de los diversos regímenes comunistas que en el mundo han asesinado a cien millones de sus súbditos matándolos de hambre, de trabajo, de frío o por el sistema expeditivo del balazo en la nuca, llega ahora con una desmitificación del «gran Lenin», que pasó a ser «el buen Lenin» gracias a la falsificación de Nikita Jruschov en el XX Congreso del PCUS.

Se ha abierto la veda: ya en 2017/18, con ocasión del centenario de la Revolución Soviética, aparecieron varios libros que denunciaron los métodos antidemocráticos cuando no criminales empleado por Vladimir Ilyich Lenin para hacerse con el poder, su única pasión conocida: todo el poder, un poder ilimitado. Y, más recientemente, llegó a nuestras librerías la obra escrita por Victor Sebestyen: «Lenin, una biografía» (Barcelona, Ático de los libros, 1920), donde aparecen perlas como esta cita del gran escritor y periodista Máximo Gorki, que fue amigo de Lenin: «Lenin y Trotski no tienen la menor idea de lo que significan la libertad o los derechos humanos. Ellos y sus compañeros de viaje ya están intoxicados por la abyecta ponzoña del poder, como da buena muestra su actitud vergonzosa hacia la libertad de expresión, hacia las personas y hacia todos los derechos por los que luchó la democracia (…) Lenin no es un mago omnipotente, sino un embaucador de sangre fría que no respeta ni el honor ni las vidas del proletariado».

Pero volviendo a Sthépane Courtois, su biografía de Lenin avanza por los cauces más o menos conocidos del revolucionario (22 abril, 1870-21 enero, 1924): un aplicado estudiante burgués, con una adolescencia traumatizada por la muerte de su padre y la ejecución de su hermano tras una conspiración para asesinar al Zar. Superando graves problemas terminó su carrera de abogado y se convirtió en un intelectual de profesión revolucionario que nunca trabajó para comer (vivió de las ayudas familiares y, luego, de las contribuciones políticas), al que jamás se le conoció otra pasión que el poder, que no conocía a los obreros aunque aprendiera a manipularlos en los libros y que sentía horror de que la sangre, aunque a distancia, pudiera responsabilizarle de las vidas de millones de personas. De su frialdad ante el sufrimiento y la vida humanos es claro su mensaje de enero de 1920 a los principales responsables de los ferrocarriles de los Urales: «Me sorprende que no procedáis a ejecuciones masivas (a los huelguistas) por sabotaje (…) Que perezcan millones de personas si es necesario, pero el país debe ser salvado».

Lenin hace y deshace desde su llegada al Palacio Smolny el 6 de noviembre por la tarde (en el calendario juliano de la Rusia de la época, 24 de octubre). El 7, en medio del intenso tráfico de correos entre el Smolny y los guardias rojos que preparaban el asalto al Palacio de Invierno, se comprometió ante el Congreso de los Soviets a convocar la Asamblea Constituyente y a garantizar a todas las naciones que componían el extinto Imperio zarista el «auténtico derecho de disponer de sí mismas».

Capituló el Palacio de Invierno y, mientras se consolidaba la victoria bolchevique, Lenin prometió someter la peliaguda cuestión de la paz con Alemania a la Asamblea Constituyente y, de inmediato, «presentó el decreto» de la nacionalización de la tierra y de cuanto había sobre ella o bajo ella, incluyendo a los propios campesinos, a los que prohibía el trabajo asalariado; para evitar discusiones en el Congreso de los Soviets, el asunto quedó a expensas de la resolución de la Asamblea Constituyente y, mientras se constituía, Lenin impulsó la creación de «un Gobierno provisional de obreros y campesinos» al que denominó «Consejo de Comisarios del Pueblo», todos ellos bolcheviques, que solo rendirían cuentas ante el Comité Central bolchevique y, por tanto, ante Lenin.

Y para acallar protestas, prohibió los panfletos contrarrevolucionarios, se hizo con el control de la radio y el telégrafo y cerró todos los periódicos de oposición. Trotsky contó que los pocos días en que estuvieron abiertos después del triunfo revolucionario, Lenin clamaba indignado: «¿Es que no vamos a amordazar a estos canallas?». Los silenció, lo mismo que las protestas dentro del Ejército posibles porque Kamenev había suprimido la pena de muerte para los soldados. Al enterarse, Lenin estalló iracundo: «¿Alguien cree que se puede hacer una revolución sin fusilar? ¿Piensan realmente que se puede acabar con todos los enemigos sin armas?». El decreto de Kamenev fue anulado, lo mismo que el Código Penal, sustituido por «tribunales revolucionarios» que ni toleraban abogados ni instrucciones judiciales.

Y así, instalado en el poder, Lenin siguió demoliendo toda posibilidad democrática e incrementando su poder respaldado ante cualquier oposición por la creación de la Checa (20/12/1917), policía política que originalmente, se cebó en aristócratas, burgueses, militares, religiosos y, luego, en toda disidencia u obstrucción a las directrices de Lenin. Sobre el poder de la Checa baste recordar su vertiginoso desarrollo: 12.000 miembros seis meses después de su fundación; 40.000, a finales de 1918; y 280.000 a principios de 1921. Se le atribuyen un millón de víctimas, pero es una cifra difícil de confirmar debido tanto a que cambió de nombre a GPU (enero de 1922) como porque en la confusión revolucionaria no es fácil atribuir las responsabilidades a uno u otro de los grupos que asesinaron a mansalva aplastando la oposición.

Una de sus ocupaciones fue reprimir a los miembros de la Asamblea Constituyente tras su única reunión. La Asamblea, que había sido uno de los compromisos de todos los grupos revolucionarios, con Lenin a la cabeza, y a cuya autoridad tantos asuntos había remitido, tardó mucho en organizarse por las complicaciones revolucionarias y porque Lenin la obstaculizaba advirtiendo la dificultad de imponerse en ella. Efectuadas las votaciones resultó que los bolcheviques quedaron en minoría (parece que en una proporción de 3 a 1), pero Lenin no estaba dispuesto a ceder: en cuanto advirtió en la reunión del 5 de enero de 1918 que no conseguiría sus propósitos, la abandonó con los bolcheviques; la reunión duró hasta las 4 de la madrugada del día 6, posponiéndose hasta el siguiente.

No hubo reanudación: cuando regresaron los diputados, la hallaron cerrada y rodeada por milicianos bolcheviques armados. Una de las ocupaciones de la Checa fue reprimir a los miembros de la Asamblea Constituyente que se resistieron a su eliminación, mientras Lenin y su propaganda la desacreditaban tildando a sus miembros de «ricos, burgueses, esclavistas, terratenientes»: «Si la Asamblea se separa del poder soviético, estará indefectiblemente condenada a la muerte política».

Allí se terminaron las escasas esperanzas de que en algún momento se instaurara en Rusia la democracia. Y los últimos clavos en el ataúd de la libertad los clavó precisamente la Constitución de Lenin (10/7/1918), ejemplo de constituciones dictatoriales, comenzando por la cuestión de la elegibilidad reservada a obreros y campesinos, negándoselo a las demás clases sociales. Para entonces, el partido bolchevique ya se llamaba Partido Comunista. Sesenta años y 20 millones de muertos costó el invento de Lenin y su asesinato del socialismo en favor de lo que él denominó un «comunismo totalitario, tanto en su esencia como en su práctica».

EL NUEVO «SALVADOR» DEL MUNDO

Testigo del momento culminante de la Revolución fue el periodista, escritor y hombre de mundo Claude Anet, pseudónimo de Jean Schofer, que había sido uno de los mejores tenistas de finales del siglo XIX y que, en el otoño de 1917, era corresponsal del periódico francés «Le Petit Parisien», cuya tirada de dos millones de ejemplares era la más alta del mundo. Tras observar las improvisaciones de Lenin ante las gravísimas cuestiones que debían resolverse (las convulsiones del derrumbamiento del Imperio, la guerra, los conflictos civiles, los movimientos secesionistas, el azote del hambre, la organización de una república…), escribe: «… Tiene unas luces que los demás no tenemos. No ve dificultad en parte alguna. Arregla la paz en una resolución de 20 líneas. Para la cuestión agraria solo necesita cinco. ¡Pero si es muy sencillo! ¿La cuestión industrial? El obrero regulará la producción y la distribución de los productos. Los bancos, el Estado se encargará de ellos. Dadle una hoja de papel, un lápiz y en nada de tiempo os dará la solución exacta a todos los problemas sociales. ¡Hombre afortunado! ¡Y pensar que vivía oscuramente en algún rincón de Suiza y que el mundo no conocía a su salvador!» (Citado por S. Courtois).
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