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Ingmar Bergman: un novelista crepuscular contra sus demonios

En “La buena voluntad”, además de adentrarnos en el lado oculto de Bergman como escritor, hay testimonio fehaciente de sus turbulentas relaciones familiares
La Razón
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  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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Según el folclore sueco —como explica la historiadora Birgitta Steene en su “Guía de referencia”, el libro más completo que se haya escrito jamás sobre la figura del director Ingmar Bergman—, los bebés que nacen en domingo están asociados con la clarividencia, con el ver más allá de lo aparente y con el no quedarse con la primera impresión. Bergman, por supuesto, nació un domingo (14 de julio de 1918), pero eso no es suficiente para explicar las causas que le llevaron a convertirse en uno de los realizadores más importantes de la historia del cine. La respuesta, quizá, haya que buscarla en la afición por las narraciones orales que le inculcó su abuelo materno y que el futuro director de “Persona” y “Fresas salvajes” comenzó a plasmar por escrito desde bien pequeño.
Esa es, al menos, la tesis que defiende la editorial Fulgencio Pimentel que, en cuidada versión y cubiertas ilustradas por Manuel Marsol, prepara la publicación de lo que se conoce como “trilogía familiar” y no es otra cosa que las tres novelas que el sueco escribió en la última etapa de su carrera. Los libros venían a completar, a medio camino entre lo teatral y lo documental, el resto de su prolífica producción fílmica y teatral como si de un conato de esa autoficción que tanto se lleva ahora se tratase. Paradójicamente, la primera novela que ha visto la luz es la única que alcanzó relevancia por sí misma: “La buena voluntad” fue publicada por el autor en 1991 como una especie de epílogo de “Fanny y Alexander”, que dirigió una década antes y se lee como un crudo retrato de la turbulenta relación que mantuvo siempre con sus padres. Después vendrán “Niños del domingo” y “Encuentros privados”, todas ellas celebradas por la crítica de mediados de los noventa y adaptadas con mayor o menor suerte en lo cinematográfico, con el director ya bastante alejado del resultado final.
Los demonios del genio
En “La buena voluntad”, además de una obvia pulsión cinematográfica que lleva al director a plantear al lector escenarios y ropajes como si se dirigiera a un figurinista, existe una clara intención de confesión y de búsqueda de la paz con sus propios demonios. De hecho, Bergman hasta decide suprimir cualquier metáfora y materializa esa “limpieza” varios episodios del libro, como cuando utiliza a su alter ego para narrar las “renovaciones primaverales” de la casa rectoral eclesiástica en las que participaba. En la novela, además, se puede intuir el decálogo completo de sus obsesiones: desde la mencionada culpa cristiana hasta lo que define como “vértigo sexual”, pasando por cómo marcó la relación entre sus padres cualquiera en la que él participara (se casó hasta en cuatro ocasiones).
Los selectivos recibos vitales de Bergman, en esa trilogía que luego adaptaría su infancia y, al final, su etapa anciana en un ejercicio casi periodístico de lo que había sido ver la transformación de las narraciones desde el cine como circo a la industria en la que se bajó del carro, no solo se escribieron en forma de novela. Eclipsada a veces por su labor detrás de las cámaras, la faceta del sueco como escritor se completa gracias a una serie de ensayos sobre el oficio que dan buena cuenta de la evolución del medio. Quizá el más célebre sea el que escribió en 1959, titulado “Cada película es mi última película”. En él, el realizador volvía a incidir en la estructura aristotélica y explicaba que el oficio se dividía en guion, estudio y ética profesional: “La sensación de fracaso me sobreviene, normalmente, antes de que comience siquiera a escribir. Los sueños se convierten en meras telarañas, las visiones se difuminan y todo se vuelve gris e insignificante. Todo se hace pequeño, más débil, menos real”, llegó a escribir justo después de terminar “El rostro” y entrar en el primero de sus episodios de depresión clínica. El segundo, como si todo fuera un gran chiste sobre la culpa nórdica, le llegó a mediados de los setenta después de ir a juicio contra Hacienda, la “mayor vergüenza” de su vida, según confesó en sus memorias.
Aquel libro autobiográfico (“Linterna mágica”, de 1987), tan revolucionario como adelantado a su tiempo, fue precisamente la llama que incendió la creación literaria de un autor que, hasta ese entonces, solo se había salido del cine para ponerse el mono de dramaturgo. Del pastor luterano que lo crio hasta alzarse como “pope” del cine como “arte” —una etiqueta que siempre abrazó pero que en realidad nunca persiguió—, Bergman exploraba ya los temas que darían brío a su cine más crepuscular y, sobre todo, a esa brillante serie de novelas que ya se podía entender como un testamento. Cuando Bergman falleció en 2007, exactamente el mismo día que Michelangelo Antonioni y como si la parca se cobrara una deuda poética con aquellos que, aun escribiendo como los mejores, prefirieron ser excelsos en el cine, se encontraba en plena revisión de su biografía, a la que en realidad siempre quiso llamar “Pelando cebollas”, nunca encontró final digno y terminó con un solemne “le rezo a Dios sin confianza”.