«De camino», un relato inédito de Miguel de Unamuno
LA RAZÓN publica el inicio de un texto desconocido del autor vasco y que forma parte de la edición que Páginas de Espuma lanza hoy de «Cuentos completos»
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Iba con su maleta al hombro, a probar fortuna en la ciudad, donde un pariente, establecido ya de antiguo en ella, le esperaba para iniciarle en nueva vida. La pobre aldehuela no podía mantener tanta gente, puesto que la esquilmada tierra no alcanzaba a dar tanto fruto como hijos las familias. Y después de todo ¿qué iban a hacer los pobres?, ¿qué otro consuelo les quedaba que irradiar vida para consolarse de ella?
Ellos eran siete hermanos y tenían, por fuerza, que buscarse el sustento de algún modo.
–¡Anda, vete –le dijo su padre– y hazte hombre!
Y esto dicho, se fue tranquilo a trabajar, porque su vida no era más que trabajo. Su madre le repitió una vez más que «no te olvides de aquello…» y luego, «¡ven acá!», le dio un beso silencioso y apretado y añadió por último: «¡Aprende a vivir!». Sus hermanos se quedaron mirándole mientras se perdía en el camino, llenos de envidia hacia el que se iba a lo desconocido.
Dejó a la aldea sumida en su monótona labor cotidiana, adormilada bajo el sol. Al cruzar la alameda le dio una congoja. ¡Cuánto había soñado bajo aquellos árboles! Y allí se quedaban, mirándose temblar en las aguas del río, ahondando sus raíces en su cuna misma, cuna que llegaría a ser su sepultura, nutriendo la savia, que les vestía por primavera de hoja, de los despojos, convertidos en mantillo de su follaje otoñal.
Al pasar junto al molino cruzó con el tío Sentencias, el molinero, que guiaba unos tardos bueyes.
–¿Qué es eso, chiquillo? ¿A la ciudad?
–¡Sí, a ganarme la vida!
–¿A ganarte la vida…? ¡Que no te gane ella y así te pierdas…!
Y le dejó ir mientras quedaba pensando: «Este mozo tiene una grillera en la cabeza… Milagro será que no le dé por cómico o poeta… o ¿quién sabe?, por titiritero acaso… Ponía mucho cuidado y afán en las comedias, como si no fuesen cosa de juego. Y lo que es para el trabajo… En fin, que Dios le ayude, y me libre de malos pensamientos».
Llevaba ya dos días de marcha, deteniéndose en los pueblecillos, y solo le faltaba franquear la montaña de Peñanuda para dar vista a la ciudad, cuya imagen indecisa iba convirtiendo en el nido de sus vagos ensueños. Allí trabajaría de firme, y aún le sobraría tiempo para vivir, para vivir de veras.
Al tercer día salió de Aldeanueva antes de romper el alba, emprendiendo la larga subida a Peñanuda. A medida que ascendía el mozo iba rompiendo perezosamente el albor envuelto en espesa bruma que cuajaba poco a poco, batida por la brisa. Encontrose de pronto sumergido en un océano vaporoso, en cuyo lecho diluían los árboles sus contornos a guisa de quietos corales submarinos. Las viviendas todas de Aldeanueva, que dejó tras de sí, formaban a distancia un homogéneo macizo gris, una unidad compacta. Habíansele desvanecido las lontananzas y en el así reducido espacio sustanciado merced a la niebla, se disolvían los cuerpos todos. Y al contraerse el espacio visible de tal suerte, barruntábase más allá de sus humosos horizontes un inmenso espacio invisible. El caminante, esponjado en niebla, soñaba con una inmensa ciudad indecisa, rebosante de placeres inimaginables, rumorosa de vida y preñada de amor.
Entre tanto parecía como si una intensa conmoción íntima, sacudiendo las entrañas de las cosas todas, las hubiese hecho extravasarse, licuadas, de las materiales formas que las contuvieran, y que esas entrañas, unas con otras fundidas en niebla, llenaban el ámbito en que flotaban las vacías películas que las encerraron. El caminante soñaba en nuevos amigos, sin nombre ni fisonomía, en mozas de mirar vivífico, en íntima fusión de entrañas espirituales. En la ciudad, muerto el egoísmo aislador del trabajo, debían de vivir todos de la misma vida, de una vida comunicativa y difusa.
Allá abajo, en la ribera, vislumbrábase, bajo los flotantes vapores, a las aguas asentadas del río, de donde la niebla surgía. Y allá arriba el achicado disco solar cerníase blanquecino como bogando por el campo de aquel océano nebuloso. Luchaba el sol con la niebla, queriendo quebrantarla. A ratos se distendía a trechos la bruma o empezaba a azularse el cielo, mas al punto nuevas ondas venían a velar de nuevo al sol. Fue una lucha silenciosa y terca hasta que el foco de luz logró romper la niebla deshaciéndola en girones [sic] que subieron a recogerse en el azul cerúleo para bogar por él en nubes de esfumados contornos. Aquí y allí se agarraban en un último esfuerzo al ramaje de los árboles, como vellones a las zarzas, mientras a lo largo del río seguía aún la bruma abrazada a las aguas, apurando sus besos. A lo lejos había como lagos de niebla descansando en los campos, refugiados en las honduras del terreno. Y entonces las casas, los árboles, los peñascos, las colinas, la sierra, todo se destacó en su puesto y con acusado relieve en la extensión del campo. Había vencido el sol que desune las formas iluminando sus perfiles, el sol que encasilla en el espacio visible los objetos, y con sus sombras los separa unos de otros. El antes macizo homogéneo de la lejana aldea destacábase en el fondo del valle ahora como caleidoscópico mosaico, siendo la armonía compacta que sus viviendas formaban como eco de la anterior unidad brumosa que en uno las fundiera. Y al otro lado de la montaña estaba la ciudad luminosa, rebosando de alegría y de fiestas en que se trabaja para gozar.
A todo esto el sol empezaba a picar, y el caminante apretaba el paso, aligerándole los pies para subir la penosa cuesta su ansia por divisar cuanto antes la ciudad soñada. Oía la propia respiración y sentía el vaho de la respiración de la caldeada tierra. Allí arriba, en el puerto, entre dos lomas, había una arboleda, donde se detendría a comer y a descansar. Iba haciéndose tarde y el cuerpo le pedía refrigerio.
Cuando llegó cerca del alto, a la arboleda, oyó que de esta salía un gorjeo humano, un canto virginal, rosario de frescos gorgoritos, explosión de vida desbordante, canto selvático, sin melodía definida alguna, fruto del placer de respirar salud. Filtradas por los fresnos de la arboleda parecían aquellas notas una oda al campo, salvajemente idílica. A su compás caprichoso bailaban sobre un escaramujo una danza aérea dos mariposas.