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Alejandro Magno, el héroe que murió a los 32 años y ya había conquistado el mundo

El estratega, mito y leyenda llegó hasta los confines del orbe conocido y dominó lo que todo griego había soñado.
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El estratega, mito y leyenda llegó hasta los confines del orbe conocido y dominó lo que todo griego había soñado.
La gesta de Alejandro III de Macedonia, más conocido como Alejandro Magno, resulta aun hoy inverosímil. Suele estar simbolizada por el célebre mosaico romano, copia de una pintura original helenística, que hoy alberga el Museo Archeologico Nazionale de Nápoles, donde se ve a Alejandro trabando batalla en Iso con el rey persa Darío y caracterizado con una mirada casi sobrenatural. Mitómano y obsesivo, se diría que Alejandro se sabía nacido para un destino inmortal, emulando a su querido Aquiles de «La Ilíada» y al gran rey persa Ciro II, con otros modelos más allá de la experiencia humana, como el dios Dioniso, que había llegado en su afán civilizador hasta la lejana India, o el mítico Heracles, que había domeñado los confines del mundo conocido. Hijo de Filipo II, llamado el tuerto por un lance guerrero, que obtuvo la hegemonía sobre Grecia poniendo fin al escenario conflictivo de las ciudades estado tras la guerra del Peloponeso, heredó el poder en circunstancias sospechosas –la sombra del magnicidio de Filipo, tanto como la leyenda que interesadamente propagó acerca de su filiación divina, como descendiente de Zeus-Amón– y realizó los logros más extraordinarios en el menor tiempo imaginable, llegando a subyugar al gran imperio multiétnico de los persas aqueménidas y extendiendo sus dominios hasta latitudes nunca soñadas por un griego.
En la primavera del 324 a.C. Alejandro cruzó el estrecho de los Dardanelos, que separa Europa de Asia y, después de tributar honores fúnebres a los héroes de Troya, por supuesto a su adorado Aquiles, este monarca mitómano se lanzó a una arriesgada expedición de venganza contra el Imperio persa, que antaño arrasara Grecia en las Guerras Médicas. Al menos, esa era la excusa inicial –que se ve en la pretensión de recuperar, por ejemplo, la estatua de los tiranicidas, sustraída de Atenas por los persas, o de restaurar los templos y oráculos destruidos–, y ciertamente culminaría en la destrucción de las residencias reales persas y el saqueo de los opulentos tesoros de los aqueménidas, propiciadas las aplastantes victorias de Alejandro en Iso (333 a.C.) y Gaugamela (331 a.C.).
La larga campaña de Alejandro sentó un hito en la historia militar griega por el gran cuidado que se puso en la logística, un aspecto fundamental en una expedición tan alejada de los escenarios tradicionales de la guerra griega: el ejército iba secundado por herreros, carpinteros, armeros y constructores de barcos, aparte de personal técnico, exploradores, ingenieros, topógrafos y expertos en asedios. A partir de esta expedición el panorama táctico y militar griego se desarrolló teóricamente en diversos tratados sobre la batalla.
Una peripecia vital
En cuanto a su repercusión cultural, las conquistas de Alejandro conllevarán la extensión de los horizontes de la civilización griega hasta llegar a las fronteras del actual Pakistán y del Nilo. Como hitos simbólicos, Alejandro siembra sus conquistas de declaraciones y escenificaciones de su pretendida misión representativa de la identidad helénica: va fundando diversas colonias, «Alejandrías», desde la más célebre, la egipcia, a la «última» («eschate»), en los confines del mundo conocido; tras llegar lo más lejos que un griego había llegado jamás, en los límites de la India actual, funda un altar dedicado a los Doce Dioses del Olimpo, el número simbólico del panteón helénico. El resultado de sus conquistas y su peripecia vital es la ampliación más extraordinaria de la civilización griega, que se profundiza cuanto, a la muerte de Alejandro, el helenismo se enriquece con el contacto bajo los diádocos o sucesores del monarca macedonio, con elementos culturales en una mezcla ecléctica.
Su temprana muerte a los 32 años lo convirtió en un mito: eso y la extensión de su imperio hacen que figure por derecho propio entre los siete grandes que dominaron el mundo. Su estela fue imitada por sus sucesores y aún más allá, en el mundo romano, por sus epígonos, los grandes generales tardorrepublicanos y los emperadores. Se dice que Julio César, al rebasar la edad de la muerte de Alejandro, lloró amargamente a orillas del Mediterráneo en las costas de Hispania al considerar cuán poco había logrado conseguir. Más allá de su peripecia histórica, destaca la magnitud de su leyenda con el pasar del tiempo en los diversos ámbitos a los que llegó el eco de sus hazañas, como se ve en nuestro «Libro de Alexandre» y su precedente francés el «Roman d'Alexandre», en la tradición del Alejandro eslavo, en los Alejandros alemanes de Lamprecht o Hartlieb, el «Al-Iskandar» árabe de «Las mil y una noches», el Eskandar persa o Sekandar del Šahname de Ferdusi, etc.
¿Veneno, fiebre tifoidea o meningitis?
Durante muchos siglos se pensó que Alejandro Magno había sido envenenado en Babilonia en el marco de una conspiración. Así se insinúa ya en las fuentes clásicas, como Diodoro o Plutarco. El episodio habría tenido lugar en un banquete en honor del almirante Nearco en el que participaron sus hombres de más estrecha confianza. Alejandro tuvo que abandonar la sala preso de un agudo dolor durante la sobremesa. Aquella noche comenzó su fiebre sin que ningún médico pudiera determinar claramente los síntomas de su dolencia. Pese a una breve mejoría la enfermedad se agravó y la noche del 10 de junio del año 323 Alejandro Magno murió. Además del veneno, del que se duda por los doce días transcurridos entre el comienzo de la fiebre y su muerte, otros historiadores proponen como causa una fiebre tifoidea o, más probablemente una meningitis.