Centro de Arte Reina Sofía

Mucho más que realidad

El museo Thyssen dedica una exposición a los maestros del hiperrealismo desde 1967 hasta 2012. Dónde: Museo Thyssen de Madrid.. Cuándo: hasta el 9 de junio.. Cuánto: 8 euros.

Un visitante contempla la figura femenina de «Trafalgar» (2007), de Clive Head
Un visitante contempla la figura femenina de «Trafalgar» (2007), de Clive Headlarazon

Es la América que se abría a sus propios mitos, al sueño de la «American Way of Life», a la fascinación de los motores de combustión, a esa libertad «on the road» que daban la Harley-Davidson y la Triumph Trumpet. Lo que rodeaba a aquella década era un esplendor de iconos continuos que reproducían centenares de imágenes. Es la época de la televisión, de la popularización de la instantánea, del cine, de la revista gráfica. Para reflejar el pulso de esa sociedad, para reproducirla, no había que pintar sus paisajes urbanos, sus cotidianidades, había que mirarla, y pintarla a través de un obturador, de una fotografía. El hiperrealismo nació a través de los colores y brillos congelados de una foto, de su reproducción fidedigna en un lienzo. El Museo Thyssen dedica a estos maestros una retrospectiva que abarca desde 1967 hasta 2012. Cincuenta obras de maestros como Richard Estes, Don Eddy, Ben Johnson, David Parrish, Chuck Close, Don Jacot o Ralph Goings, quien reformuló el viejo bodegón europeo en el famoso «Los favoritos de América» (1989), una naturaleza muerta muy siglo XX, donde el jarrón y las frutas tradicionales son sustituidas aquí por un azucarero, un bote de mostaza, otro de Ketchup, un servilletero, un salero, una carta y una tarrina de mermelada. Todo, se ve, muy de «dinner». Detrás del hiperrealismo, aparte de su evidente conexión con la fotografía, subsiste una reflexión sobre la pintura anterior, la tradición. La reinvención del «vedutismo», el guiño a esos maestros del pasado como Canaletto o Bellotto. Una referencia que asoma en «El Arno al atardecer» (2007), de Anthony Brunelli, que comparte evidentes paralelismos con esa célebre corriente del siglo XVIII italiano. Pero también existen homenajes a pintores recientes. La pintura de Hopper respira en cuadros como «Trafalgar» (2007), con esa luz reflejada en al cristal del escaparate y una mujer que lee en un bar vacío y que evoca la soledad que acompaña la modernidad de las grandes urbes. O también en «Gasolina» (1990), de Robert Gniewek, que remite a «Gas», un óleo de Hopper fechado en 1940. El recorrido va de lo pequeño a lo grande. De lo mínimo a las grandes avenidas de las ciudades. Se parte de «Still Life», donde el objeto minúsculo, cotidiano se convierte en una pieza sobredimensionada, que nos hace comprender el gusto por el pop y lo kitsch, pero que también profundiza en aspectos sociales, como demuestran los trabajos de Audrey Flack, la única mujer de este movimiento, y que ayer asistió a la inauguración de la muestra. Ella reflexiona sobre la condición de la mujer en el siglo XX. Pero el discurso evoluciona, pasa por las máquinas que hacen viajar al hombre, por los lugares que habita, hasta llegar a la figura humana, que, en el fondo, es el gran extraño de esta pintura.