Crítica de «La memoria de un asesino»: Vuelta a la Neesonmanía ★★
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No cabe duda de que Liam Neeson es un género en sí mismo. Desde que, en «Venganza» (2008), se recicló en héroe de acción, siempre matizando sus golpes con ese gesto de vulnerabilidad y melancolía que le caracterizan, se ha convertido en habitual en películas de presupuesto medio que se pasean, en plan multiverso, de plataforma en plataforma. Agente de la CIA, detective privado, mafioso, Neeson siempre luce en sus carteles con la pistola en la mano y el rostro inquebrantable. En «La memoria de un asesino» mantiene su imagen corporativa con un par de variantes: es un sicario inclemente hasta que su particular código ético le convierte en defensor de los pobres y maltratados, y es un enfermo con Alzheimer incipiente, algo que la película aprovecha de un modo más bien errático (nada comparable a «Sin identidad», donde la amnesia de Neeson ocupaba un lugar capital en el relato), con torpes ecos de «Memento», hasta que se acuerda de ello en el clímax final.
La trama bebe del policíaco más convencional para derivar en el thriller con conciencia ideológica: aquí se trata, pues, de denunciar la política de brazos caídos de la policía y la justicia ante la inmoralidad de los ricos, tan dispuestos a dejar un rastro de cadáveres para tapar sus miserias como a no mancharse las manos de sangre con sus delitos. Como en las viejas películas de vigilantes urbanos en la era de Jeffrey Epstein y compañía, «La memoria del asesino» resucita el deseo de tomarse la justicia por su mano en una apología sobre la desconfianza en las instituciones que nunca pasa de una arenga de difusas intenciones ideológicas. Por lo demás, la dirección de Martin Campbell, el irreconocible responsable de «Casino Royale», es tosca e hipotensa, y qué decir de la desgana con que todos los actores que rodean a Neeson se pasean ante una cámara que se aburre de filmarlos.