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Amado monstruo

La nueva y esperada película de J. A. Bayona se suma a la corriente cinematográfica de seres de aspecto nada recomendable que acaban. por revelarse como cómplices compañeros de viaje.
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La nueva y esperada película de J. A. Bayona se suma a la corriente cinematográfica de seres de aspecto nada recomendable que acaban
por revelarse como cómplices compañeros de viaje.
¿Se acuerdan? La pequeña Ana Torrent llamando en voz baja, cada noche, a Frankenstein, convocando sin miedo al monstruo que había visto días antes en pantalla, buscando explicaciones, un sentido a todo lo que nos aterra, nos agobia, nos atenaza. Eso fue en «El espíritu de la colmena» (Víctor Erice, 1973) y no anda tan lejos de una imagen nada anecdótica aunque pasajera de «Un monstruo viene a verme»: Connor O’Malley, el joven protagonista, viendo en la televisión –con algo parecido a la envidia– cómo King Kong, en el clásico de 1933, moviliza toda su fuerza destructora para liberarse del asedio de los humanos. Tanto Ana como Connor ven en lo monstruoso un reflejo de lo que palpita en su interior, una proyección necesaria e inevitable. Porque, al cabo, «el monstruo somos nosotros mismos», como diría Díaz-Plaja (que estudió estos asuntos), y a veces, lejos de rehuirlos, los llamamos. Y vienen con la mano tendida.
«Un monstruo viene a verme», la cinta de J. A. Bayona que aspira a atrapar de un manotazo la cartelera y apoderarse de toda la taquilla –no duden que recaudará millones y brillará de alguna manera en los Oscars y los Goya–, se suma a esa corriente alternativa de lo que podríamos llamar la teratología (la disciplina que estudia a las criaturas anormales) en el cine: la de los seres benéficos y cómplices por más que sean terribles en apariencia. Para Connor, un chico de apenas 12 que, además de lo complicado de la adolescencia, está viviendo un momento emocionalmente estresante con la inexorable consunción de su madre, aquejada de cáncer, el «bullying» al que está sometido en el colegio, y la llegada de una abuela inflexible que intenta desapegarlo de la madre para evitarle el trauma de su muerte, un enorme hombre-árbol (surgido de un gran tejo frente a su casa) se convertirá en su aliado para intentar entender todo lo que bulle en su interior y aceptar la verdad última de la condición humana, necesaria para el proceso de maduración.

Reflejo interno

Este monstruo que cada noche visita al pequeño –cuya presencia, de hecho, el mismo Connor convoca– puede ser terrible de entrada (un coloso de voz grave, de modales rudos...) pero sus «zarpazos» son necesarios para que Connor abra los ojos. Su violencia es un reflejo de la rabia interna del joven por la misma razón por la que Kavafis decía que «a Lestrigones y Cíclope, al fiero Poseidón no hallarás nunca si no los llevas dentro de tu alma, si no es tu alma el que los pone ante ti».
Bayona, etiquetado por la crítica como el «Spielberg español», no anda lejos del «Mi amigo, el gigante» (de este mismo año) del rey midas del cine norteamericano. Aunque aquel ser de enormes proporciones presentaba una apariencia mucho más amable que el hombre-tejo de «Un monstruo viene a verme», la pareja de niño-monstruo funciona de igual manera en ambas películas. De hecho, si existe una especie de cándido cómplice de los seres extraños esos son los niños. Precisamente quienes más los temen, más abiertos están a entenderlos (no hace falta repetir la frase de Díaz-Plaja, tampoco la de Kavafis). Spielberg también marcó el camino con una cinta canónica en este binomio niño-monstruo: «E.T.» (1982). Desde entonces, los extraterrestres (esos monstruos del espacio) dejaron de ser omnipotentes, maquiavélicos y despiadados. Spielberg mostró la faceta desvalida de quien se encuentra perdido en un ambiente que no es el suyo.
Todos los psiquiatras, folcloristas y especialistas varios que se han aproximado al sentido de los monstruos asumen que lo extraño es un arquetipo de fuerzas e ideas atávicas, salidos del inconsciente colectivo que, «lejos de expresar una banalidad ridícula, revela, por el contrario, la fuerza de los instintos más fundamentales». Por eso un monstruo puede dar miedo pero también puede explicarnos, guiarnos, ayudarnos incluso. El cine lo ha entendido desde el principio, porque ya antes la literatura había reformulado la función, el caracter de este colectivo.
Un caso típico es el del ya citado «Frankenstein». Tanto la obra original de Mary Shelley como sus numerosas adaptaciones a la gran pantalla dejan entrever una innegable empatía por un ser traído al mundo sin criterio, por mor de los excesos de la ciencia, de los propios hombres. Frankenstein acaba siendo el otro, el extraño, el indeseable, el perseguido: un maquis en la película de «El espíritu de la colmena», por ejemplo. «Si todos odian a los miserables, ¿cómo no han de odiarme entonces a mí, que soy el más miserable de los seres humanos?», dice el engendro en la obra de Mary Shelley.

Más que humanos

No lejos de esa mirada compasiva hacia el deforme, el antinatural, andaba Tod Browning cuando filmó «Freaks» («La parada de los monstruos», 1932). Pero allí los seres abominables son humanos como nosotros, desplazados y marginados por sus taras físicas y mentales. Ellos son, precisamente, los más «humanos» de entre todos los personajes. Del mismo modo, King Kong, en el clásico de Merian C. Cooper acaba por ganarse el afecto del público, que se ve reflejado en su indefensión (a pesar de sus monstruosas proporciones) ante la maldad de quienes lo rodean. Es exactamente lo que Connor ve en el enorme gorila: la rabia, la violencia, como autodefensa extrema ante todo lo que nos supera.
Encontrar la humanidad que esconde una envoltura horrorosa es el modo de penetrar en la verdad de los monstruos en cuanto proyecciones de lo que somos. Disney supo verlo en uno de sus clásicos incontestables («La bella y la bestia», 1991) y, posteriormente, pasado por el filtro irónico y lúdico de Pixar «Monstruos S.A.» nos enseñó que no hay mucho que temer de nuestros paradigmáticos hombres del saco, trasgos o cocos si sabemos cómo actuan y por qué.
«¿Qué quieres de mí?», pregunta Connor en la novela de Patrick Ness que ha dado pie al filme de Bayona. «No es lo que yo quiera de ti, Connor O’Malley –El monstruo pegó la cara a la ventana–. Es lo que tú quieres de mí». Ahí está condensada la filosofía de esta película y la «utilidad» de estos seres que llegan para aterrarnos y acaban por seducirnos.