«Coco»: El colorista edén de nuestra memoria ****
Directo: Lee Unkrich y Adrián Molina.
Guión: A. Molina y Matthew Aldrich.
Voces originales: Anthony González, Gael García Bernal, Benjamin Bratt. EE UU, 2017.
Duración: 105 minutos. Animación
Así como Remy, la rata chef de «Ratatouille», tenía que huir de la incomprensión de su familia para hacer realidad sus sueños culinarios, Miguel, cual Orfeo borracho de ácido, deberá viajar al mundo de los muertos para ser el músico que el clan Rivera no le permite ser. No es el único vínculo que «Coco» mantiene con la obra maestra de Brad Bird: si la belleza inasible de un plato de cocina tradicional podía teletransportarnos a la calidez de la infancia, derribando las barreras y prejuicios de la edad adulta, aquí es una canción la que funciona como mantra para mantenernos vivos aunque sea en el más allá. «Coco», como «Ratatouille», pero también como «Buscando a Dory» o «Del revés», es una hermosa película sobre la memoria como depósito de la emoción pura.
LO MEJOR
Su explosión cromática y la desprejuiciada celebración de la cultura mexicana
LO PEOR
Amaga con acabar más de una vez, como si le costara llegar al apabullante final
Es lógico que los escépticos anduvieran con pies de plomo, porque es la primera película de Pixar protagonizada por un personaje no anglosajón, y podía ocurrir que su mirada hacia la cultura mexicana fuera condescendiente. Por el contrario, es una celebración vertiginosa y sin prejuicios de sus ídolos populares –de Frida Kahlo a Jorge Negrete, pasando por María Félix y Santo, el Enmascarado de Plata–, de su firme creencia en el reino de lo invisible, de su concepción de la muerte como verbena callejera donde los vivos y los fantasmas ocupan un mismo espacio de reconciliación. Es precisamente en la representación de ese Otro Lado que parece un parque temático diseñado por mayas pasados de peyote donde «Coco» despliega una inventiva cromática difícil de igualar: a quién no le gustaría estar muerto por unas horas si fuera a cambio de visitar semejante paraíso fosforescente. No es el único hallazgo formal. Los creativos de la Pixar no se cansan de mejorar el volumen de sus personajes, la textura de la piel humana –el vello aterciopelado de Miguel, el rostro agrietado de la abuela Coco– y el hiperrealismo de sus movimientos de cámara. Técnicamente, la película es un festín que confirma, una vez más, a la factoría como laboratorio de ideas en permanente evolución. Sin embargo, acaso «Coco» comete el mismo error que muchas películas comerciales contemporáneas: saturada de incidentes y giros narrativos, da vueltas sobre sí misma en busca de un final apoteósico. Lo encuentra, sobre todo para aquellos que no sean alérgicos a la lágrima sincera y musical, pero para llegar a él, parece terminar tres, cuatro veces, en un itinerario sisífico que dilata en exceso la educación sentimental de Miguel, que no consiste en otra cosa que en entender que los muertos siguen vivos en el colorista edén de nuestra memoria.