Estreno

El café nostálgico de Woody Allen

Un triángulo amoroso y sus consecuencias centran la trama. de «Café Society», el nuevo filme del director, protagonizado. por Jesse Eisenberg, Kristen Stewart, Blake Lively y Steve Carell

Kristen Stewart y Jesse Eisenberg, un amor más allá de las alianzas matrimoniales
Kristen Stewart y Jesse Eisenberg, un amor más allá de las alianzas matrimonialeslarazon

Un triángulo amoroso y sus consecuencias centran la trama

de «Café Society», el nuevo filme del director, protagonizado

por Jesse Eisenberg, Kristen Stewart, Blake Lively y Steve Carell

Woody Allen regresa para relatarnos el vacío existencial del glamur, eso de que las estolas de armiño blanco pueden llegar a ser de plástico y que en el interior de las grandes mansiones de Hollywood hay salones encantadores con seductoras actrices muriéndose de tristeza y soledad. En su 47ª película, este «Café Society» que estrena ahora, Woody Allen cuenta con la colaboración de Kristen Stewart y Blake Lively, dos intérpretes que, con su presencia, asisten con aire artificial a los momentos más flojos de un filme en el que Jesse Eisenberg, el actor de «La red social» (2010) y las dos partes de «Now You See Me» (2013), es el protagonista absoluto –y que, para variar, hace el mismo papel que ha hecho desde que inició su andadura por la gran pantalla–.

El autor de «Hannah y sus hermanas» (1986) y «Annie Hall» (1977) viaja hasta los años 30, una década marcada por el derroche, la corrupción y la violencia de las mafias, para contar la evolución de un triángulo amoroso entre una chica (Stewart), con ciertos síntomas de tristeza en su rostro, un hombre maduro casado (Steve Carell) y el prometedor sobrino de éste (Eisenberg), un muchacho que llega desde Nueva York a esa meca de las oportunidades que es Los Ángeles, o, mejor dicho, los grandes estudios de las productoras de cine. A partir de ahí, Allen parece empeñado en aleccionarnos sobre las extraordinarias virtudes de los placeres sencillos y cotidianos. En esta historia existen dos mundos bien diferenciados. Uno de ellos, representado por ese inmenso trampantojo que son las relaciones sociales y las amistades interesadas, donde el juego de las apariencias resulta clave para alcanzar el éxito, y por el que se deslizan, como en un tobogán, los nombres de los actores y las actrices más célebres de la época dorada del cine. El segundo, más discreto, se enmarca en una esfera íntima, privada, apartada del estrépito y los disfraces que procura la fama.

- Vidas minúsculas

En esta narración, el amor discurrirá por las tuberías subterráneas de los lujos corrientes, pequeños, como lo de disfrutar de unos tacos en una cantina mexicana o de un concierto de jazz en una sala apartada y apenas transitada en un lugar indeterminado del populoso y luminiscente Manhattan. El problema es que Woody Allen describe esta escala minúscula de la vida de una manera tan idealizada que casi parece inverosímil. Extraña que el director, tan hábil para ver las contradicciones y los devenires irónicos de la existencia, en cambio, no haya concedido más relieve a una trama secundaria que arranca con gracia y que daba pie a más de una situación humorística. La narración de ese gánster, encarnado por Corey Stoll (uno de los actores que participa en la primera temporada de «House of Cards»). Un personaje que se encarga de resolver los problemas económicos y vecinales de sus familiares, fundamental para el desarrollo del guión, pero que carece de suficiente presencia en el filme.

Detrás de todos los «sketches» que hilvanan el metraje, en realidad, lo que queda es el tapiz de una historia de acentuado tono melancólico. Una cinta que narra las amargas consecuencias que suelen aparejar las elecciones erróneas. Es posible que este Woody Allen octogenario, cansado, sin la ingeniosidad y la energía creativa sus primeros largometrajes, pero con suficiente valentía para continuar internándose por los meandros del celuloide con plena libertad, perciba hoy con mejor detalle un sustrato irrevocable y tremendo de la condición humana: que las vidas no tienen retorno y que todas y cada una de esas posibles vidas que se dejan de lado, más adelante, son imposibles de retomar. La única posibilidad que queda de regresar sobre ellas es, quizá, levantar la cabeza, posiblemente en medio de la fiesta de fin de año, y, con la mirada ensombrecida por los recuerdos, pensar en la persona que se ha dejado atrás.

Allen, que insiste en algunos de los temas recurrentes que han marcado su filmografía, como el judaísmo y la muerte, entre otros, concluye que el pragmatismo y el sentido común acaban imponiéndose a lo pasional, y que la impostura y los falsos credos de nuestra sociedad resultan de una atracción tan irresistible y fatal que terminan eclipsando y engullendo los más desgarrados y veraces sentimientos. En una escena, Eisenberg, con la irrenunciable y característica locuacidad que presta a todos los papeles que pasan por sus manos, recuerda algo dicho en otra parte: «La vida es una comedia escrita por un cómico sádico». Para Allen, una sola decisión, arrebatada o precipitada, calculada o meditada, puede contener en su interior la suerte de una existencia entera, y todo lo que sobrevenga después de tomarla ya no son más que burdos retales para tapar el hueco irremediable que dejan los errores. En un espléndido final, Allen adivina que a los amantes arrepentidos lo único que les queda es la nostalgia de lo que pudo ser y no fue, lo que les gustaría que hubiera sido todo y que ya nunca será.

Los Ángeles y Nueva York, duelo de titanes

Mahattan pertenece al universo audiovisual de Woody Allen. Una ciudad sin la que apenas se puede concebir su cinematografía. La ha rodado en blanco y negro y en color, y por sus calles han caminado algunos de sus personajes más famosos. Una urbe caótica, frenética, desquiciante, pero hipnótica. En «Café Society», la Gran Manzana mantiene un duelo con el gigante de la costa opuesta: Los Ángeles, el corazón de los sueños cinematográficos de los aspirantes a actor. Allen, en esta ocasión, acompañado por la magia de su director de fotografía, Vittorio Storaro, que tantas veces ha trabajado con Bertolucci, logra algo casi impensable: que Los Ángeles, con su luz blanca y su espectáculo de estrellas del celuloide parezca opresora, falsa y sin ninguna luz especial, mientras que su grisáceo Nueva York, con la escala descomunal de sus rascacielos, y las sombras permamentes que proyectan sobre las aceras, contenga el hálito de las últimas esperanzas, que sea un lugar donde sus protagonistas son capaces de reencontrarse en un filme de desencuentros.