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«La quietud»: Sangre de tu sangre

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Director: Pablo Trapero. Guión: P. Trapero y A. Rojas Apel. Intérpretes: Martina Gusmán, Bérénice Bejo, Graciela Borges. Argentina, 2018. Duración: 117 min. Drama.
«La quietud» podría interpretarse como el contraplano culebronesco de «El clan», la película en la que Pablo Trapero desmontaba la institución familiar como cédula criminal remanente de la dictadura militar argentina. Liberado del peso de lo real, que empapaba de cierto tono telefílmico aquel caso de la crónica negra gaucha de los ochenta, en «La quietud» utiliza los códigos del folletín para seguir desenterrando los esqueletos en el armario de la negra Historia de su país. Entra en materia por puertas entornadas, sin que, al principio, cuando el infarto del patriarca de una adinerada saga reúne en la hacienda familiar a dos hermanas (Martina Gusmán y Bérénice Bejo) que se parecen como dos gotas de agua, bajo la mirada oscura de una madre tan amorosa como despectiva (extraordinaria Graciela Borges, que parece una Medusa con maneras de Lady Macbeth: qué bien habría estado en uno de los granguiñolescos melodramas de Robert Aldrich), intuyamos por dónde van a ir los tiros. A fuego lento, los problemas crecen, se esponjan: se vislumbran relaciones incestuosas, se instaura el adulterio, el anuncio de un embarazo parece iluminar una grieta, hay un entierro bañado en lágrimas de sangre, las leyes de la telenovela dictan el desarrollo del relato, y un secreto innombrable sale a la luz. Viendo «La quietud», este crítico pensaba en «Notre mariage», de Valeria Sarmiento, cómplice y esposa del imprevisible Raúl Ruiz, que también colaboraba en el guion adaptando a Corín Tellado. En aquella película, la cineasta chilena manejaba con soltura la fórmula magistral de la novela rosa –una niña dada en adopción acaba casándose con su padre adoptivo– mostrando su admiración por el género mientras le guiñaba el ojo, cómplice e irónica a la vez. Desde la relectura de un género popular, Trapero saca chispas de la sordidez de sus excesos, aunque baja enteros cuando se pone serio. Le falta el arrojo de Sarmiento, como si a mitad de camino se arrepintiera de estar dirigiendo una versión «de luxe» de un episodio de «Falcon Crest» o «Dinastía». El contraste entre la elegancia de la puesta en escena y el material de derribo que ilustra es interesante, porque extraña el visionado de la película, lo singulariza, le da un tono lunático e imprevisible. No obstante, es una pena que, en su tercio final, «La quietud» se ponga política, porque Trapero hace explícito algo que ya dormía en su disfuncional retrato de familia. Esto es, que el poder se construye sobre el césped de los cementerios, pero eso no le hace invulnerable: beber de su propia sangre puede envenenarlo.

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