Da Vinci y las guerras de Italia
Las obsesivas luchas por el poder que inundaban Italia en la época persiguieron a Da Vinci durante toda su vida
La trayectoria vital y creativa de Leonardo da Vinci está íntimamente ligada al convulso contexto político que vivió. Tras el declive de la autoridad del sacro emperador en el norte de Italia durante los siglos XIII y XIV, la región se había convertido en campo de batalla entre el emergente ducado de Milán y la república de Venecia. En el sur de la península, a su vez, la Corona de Aragón y la casa de Anjou se disputaban Nápoles y Sicilia. La consolidación del dominio aragonés en Nápoles en 1446 y la Paz de Lodi (1454) entre Milán y Venecia parecieron traer la paz de Italia, pero solo era cuestión de tiempo que se retomasen las hostilidades. En 1494, el ambicioso Ludovico Sforza, duque de Milán y patrón de Leonardo, convenció al joven Carlos VIII de Francia de que reclamase Nápoles amparándose en su parentesco con los Anjou. El duque buscaba un aliado poderoso capaz de romper el equilibrio de poderes y ayudarlo a doblegar a Venecia. En realidad, desencadenó sin proponérselo una vorágine de guerras que subsumió Italia hasta 1559 y que provocó su caída y el fin de su dinastía.
Carlos VIII no se contentaba con Nápoles, sino que se volvió contra su socio para anexionar Milán a sus dominios y este no tuvo más remedio que alinearse con la Liga de Venecia, que incluía a la Serenísima, al Papa, al emperador, Florencia, Génova, Mantua, Nápoles y Aragón. Aquella escalada sin precedentes supuso una revolución militar en toda regla.
El rey francés irrumpió en Milán con un tren de artillería tirado por más de ocho mil caballos. Tan terrible resultaba que, en palabras del cronista Philippe de Commines, «entre otras cosas, la que más a los italianos espantaba era la vista de la artillería, de la cual en Italia se tenía poca noticia y en Francia se entendía ya la invención y el uso de ella que nunca mejor». Para hacer frente a la amenaza, Ludovico tuvo que abandonar el proyecto de la inmensa estatua ecuestre de bronce de su padre que Leonardo iba a realizar para dedicar el metal a la fundición de cañones.
Da Vinci era partícipe de aquella revolución militar, dado que antes y durante la guerra trabajó en muchos y variados proyectos de tecnología e ingeniería militar. «Tengo todavía maneras de bombardas comodísimas y fáciles de llevar, y con ellas lanzar diminutos guijarros a semejanza de las tempestades», escribía a su patrón. Muchas de las armas eran convencionales; otras, revolucionarias, como sus cañones accionados por la fuerza del vapor o los vehículos acorazados que proponía fabricar: «Haré carros cubiertos, seguros y no atacables». No obstante, los fantásticos artilugios no pudieron materializarse y Ludovico Sforza, abandonado por sus aliados, fue destronado por el nuevo rey de Francia, Luis XII, en 1498. Leonardo comenzó entonces una vida errabunda que lo llevaría a servir como ingeniero y arquitecto militar a Venecia y a César Borgia, hijo del pontífice Alejandro VI, antes de pasar al servicio del Papa León X y, finalmente, de Francisco I de Francia.
Nutridos disparos
La verdadera revolución militar se produjo, no por el uso masivo de la artillería, sino de las armas de fuego portátiles, en las que se reveló un maestro, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, que defendía los intereses de Aragón en el sur de la península. Una vez tras otra, en Ceriñola, Bicoca, el Sesia y Pavía, los nutridos disparos de los arcabuceros españoles causaron estragos entre la caballería pesada francesa –en una subversión del ascendente nobiliario en el arte de la guerra que abominó a muchos cronistas– y entre los enormes cuadros de piqueros suizos al servicio de Francia, que habían reinado hasta entonces en los campos de batalla, con sonadas victorias sobre los Habsburgo y sus aliados.
Leonardo murió en 1519, pero la contienda, que se transformó en una pugna por la hegemonía entre Francia y España gracias a la calculada intervención de Fernando el Católico, perduró muchos años más. El culmen llegó con el enfrentamiento entre el citado Francisco I y su archirrival, el futuro emperador Carlos V. Asegurado Nápoles para la corona española, Milán pasó a ser la manzana de la discordia. En 1535, tras la muerte sin descendencia de Francesco II Sforza, Carlos anexionó el ducado a sus dominios, ya de por sí extensos. Hasta 1706 formaría parte de la Monarquía Hispánica.
Para saber más
«El gran capitán»
Desperta Ferro Historia Moderna nº 19
68 páginas, 7€
El Gran Capitán, maestro de la guerra
El personaje clave de la primera fase de las Guerras de Italia fue Gonzalo Fernández de Córdoba (1453-1515), apodado como el «Gran Capitán», según el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, «porque su esfuerzo y prudencia y mucha industria en las cosas de la guerra le eran tan naturales como el nombre lo requería; y junto con esto era muy sofrido é venturoso, muy catholico cristiano é muy leal servidor de sus Reyes». Este personaje, a medio camino entre el caballero medieval y el general moderno, transformó al arte de la guerra mediante la adopción masiva de las armas de fuego y la organización de los mismos en unidades flexibles, las coronelías, que germinarían en los tercios. Tras servir con distinción en la Guerra de Granada, fue colocado al mando del contingente que, en 1494, los Reyes Católicos enviaron a Nápoles en apoyo del rey Ferrante II. Pese al revés que sufrió en Seminara, consiguió expulsar de Nápoles y los Estados Pontificios a las tropas de Carlos VIII. Sus grandes victorias llegarían en la Segunda Guerra de Italia (1499-1504). En Ceriñola (1503) atrajo el ejército francés a una trampa en la que su caballería pesada acabó masacrada. Fernando el Católico, celoso de la fama del Gran Capitán, y en la sospecha de que se había apropiado indebidamente de fondos de guerra, lo destituyó y lo obligó a regresar a España. Pese a que murió apartado de los círculos de poder, su legado, tanto político como militar, perduró prácticamente dos siglos.