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De Weimar al Parlament

El espectáculo totalitario asoma por la cámara de Cataluña. Recuerda la situación, a escala proporcional, a la del asalto de Hitler al parlamento alemán, anulando éste e impidiendo votar a los diputados contrarios a la ley que entregaba al Führer el poder único. Es decir, la dictadura, dejando sin valía el papel del Reichtag.
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  • David Solar

    David Solar

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El espectáculo totalitario asoma por la cámara de Cataluña. Recuerda la situación, a escala proporcional, a la del asalto de Hitler al parlamento alemán, anulando éste e impidiendo votar a los diputados contrarios a la ley que entregaba al Führer el poder único. Es decir, la dictadura, dejando sin valía el papel del Reichtag.
Desde hace cinco semanas vivimos el espectáculo denigrante que están ofreciendo Parlament y Govern de Cataluña, comenzando por su atropello a la Constitución, a la legislación autonómica y a la democracia de los días 6-7 de septiembre; seguido por las movilizaciones para impedir la actuación de los agentes encargados de cumplir los registros ordenados por los jueces y su acoso y la destrucción de sus vehículos; la manipulación política para que los Mossos d’Escuadra desobedecieran las órdenes de fiscales y jueces; la desobediencia reiterada al Tribunal Constitucional para organizar el esperpéntico referéndum; la manipulación, tan grosera como efectiva de cifras e imágenes para ofrecerlas a una Prensa internacional más preocupada por lograr una foto sanguinolenta que por conocer la verdad; las exageraciones de algunos independentistas, como aquella ante la Prensa belga que comparaba las cargas policiales con la entrada de los tanques del Pacto de Varsovia en Praga (72 muertos, 600 heridos de bala, muchos con secuelas permanentes y centenares de detenidos); el falaz recuento de votos similar a los que constituyen las mayoría del presidente Mugabe en Zimbabue, o los que otorgaban más del 90% al presidente tunecino Ben Ali (en Cataluña se dio el caso de que el resultado del escrutinio superó el ciento por ciento). Y la culminación del espectáculo del presidente Carles Puigdemont, que con la boca pequeña proclama la independencia para, ocho segundos después, decir que no era tal; una operación de trilerismo: «Aquí tengo la bolita, ¡ah, aquí no está!».
El filibusterismo antidemocrático me recordó –claro, a escala proporcional y sin la violencia de entonces– la liquidación nazi de la República de Weimar.
Antes de que Hitler obtuviera del Bundestag la aprobación de la Ley de Plenos Poderes, un feroz incendio había calcinado el Palacio Wallot, sede del Parlamento, del que la Historia ha responsabilizado a los nazis, aunque jamás se haya podido demostrar; pero la destrucción del edificio le sirvió a Hitler para que el anciano y sobrecogido presidente Hindenburg le permitiera derogar, el 28 de febrero, los derechos individuales, primera meta en la veloz carrera nazi para contar con todos los resortes del poder: anularon los sindicatos, detuvieron a sus dirigentes, encarcelaron a numerosos diputados comunistas y socialistas, se apoderaron de los cargos administrativos y políticos que aún no controlaban, colocaron sus banderas junto a las de Alemania en los edificios oficiales, asaltaron las sedes de partidos, asociaciones políticas y recreativas, confiscando sus archivos e, incluso, los locales.
La máquina nacionalsocialista, nutrida por la ideología expuesta en miles de discursos, panfletos, diarios y revistas y contenida en «Mein Kampf» («Mi Lucha») que tenían todos los nazis, aunque pocos lo hubieran leído, solo necesitaba orientaciones generales para funcionar automáticamente y las iniciativas de toda índole se multiplicaron exponencialmente. Pese que su poder había alcanzado en cinco semanas todos los rincones de Alemania, Hitler deseaba una victoria electoral absoluta, pero su narcisismo quedó burlado el 5 de marzo. Apoyada por todos los medios del Estado y por enormes sumas de dinero reunidas al efecto y con buena parte de la oposición amordazada, perseguida o encarcelada, la votación le otorgó una cumplida victoria, pero no la mayoría absoluta porque hubo una limpieza aceptable en el censo, en las votaciones y en el escrutinio. Para conseguir la codiciada mayoría tuvo que aliarse con sus amigos de la derecha nacionalista y militarista del Casco de Acero. Ante la destrucción del palacio Wallot, la sede del Reichtag pasó a un famoso teatro berlinés de la ópera, la Krolloper. Allí se reunió el 23 de marzo de 1933, a las 14:05 horas, el nuevo parlamento, los diputados elegidos dos semanas antes. Centenares de SS uniformados controlaban junto a la policía los alrededores y supervisaban el acceso de diputados, periodistas, cuerpo diplomático e invitados. Un personaje de escasa estatura, invisible entre la masa de matones, Josep Göbbels, dirigía un coro amedrentador: «¡Queremos la Ley de Plenos Poderes o saltarán chispas!».
Plenos Poderes
Los pasillos del teatro estaban llenos de camisas pardas de la SA, elegidos entre los que medían más de 185 centímetros; una enorme bandera nazi ornaba la tribuna de presidencial. Aquella parafernalia presagiaba lo que iba a ocurrir: para empezar, Hermann Göring, elegido presidente del Reichtag en un acto preliminar, se dirigió a la cámara como «camaradas», luego, con premeditado desprecio hacia los diputados, comenzó a recitar el Sturmlied, que culminaba den con «¡Alemania, despierta!», pieza fundamental de la parafernalia nazi. Después se pasó lista, advirtiéndose la ausencia de un centenar de diputados: 81 comunistas y 19 socialdemócratas –detenidos, huidos o amedrentado–. Ante la protesta socialdemócrata y su petición de que fuesen puestos en libertad, el diputado nazi, Stoehr, respondió cínicamente que no se podía privar a aquellos diputados de la protección estatal que se les estaba prestando.
Llegados al gran asunto del día, fue el propio Hitler quien se levantó a exponerlo, en medio de una salva de aplausos y gritos de «Sieg, Heil! Sieg, Heil!». Durante dos horas y media habló sin especial inspiración, aburriendo a todos con su trillado arsenal dialéctico, aunque los continuos vítores que interrumpían la perorata impedían que se quedara dormido el auditorio. Era la primera vez que hablaba en el Bundestag y su discurso recorrió la historiografía nazi, su argumentario ideológico, las humillaciones sufridas por Alemania en Versalles y sus consecuencias, la traición de judíos y comunistas...
En tono gris, con lenguaje moderado, terminó exponiendo el contenido de la Ley de Plenos Poderes: durante los cuatro años de legislatura el poder legislativo pasaría a manos del Gobierno, cuyo canciller tendría potestad para modificar la Constitución, promulgar leyes y firmar tratados. Todo muy comedido hasta que de los escaños de la oposición se levantaron rumores y protestas, acallados por Göring:
«¡Cállense! ¡Dejen de decir tonterías y escuchen lo que se está diciendo!» Pero aquello embaló a Hitler, que ofreció una capitulación amistosa a la opción o, de lo contrario: «Señores diputados, en sus manos está decidirse por la paz o por la guerra».
Hacia las 18 horas hubo un descanso. La oposición se reunió a sopesar sus fuerzas: para sacar adelante la Ley de Plenos Poderes necesitaban los nazis dos tercios de la cámara y les sería difícil conseguirlos, por lo que resolvió ofrecer su apoyo a Hitler a condición de que retirara la supresión de los derechos individuales decretada el 28 de febrero. Hitler aceptó y, junto a Göring, se comprometió a entregar una carta a los portavoces de los partidos en ese sentido. Las cartas aún no habían llegado al reanudarse la sesión, pero Göring tranquilizó a los portavoces asegurándoles que ya habían sido enviadas, debiéndose el retraso a la aglomeración en torno al Krolloper. Al comenzar la votación, Göring les aseguró que tendrían las cartas en cosa de minutos. Un cuarto de hora más tarde, votación y recuento habían concluido: 441 votos a favor y 94 en contra. El Reichtag se había suicidado y Hitler se había convertido en dictador de forma legal, aunque fraudulenta y artera. La prometida carta jamás llegó y nunca fueron restituidos los derechos individuales.
Los alemanes aprendieron el 23 de marzo de 1933 que Hitler y sus corifeos no solamente eran autoritarios, violentos, antisemitas, antimarxistas y carentes de escrúpulos, sino, también, que en su naturaleza también figuraban la mentira y el engaño. La República de Weimar se debatía en una prolongada agonía y, aunque no se diera cuenta, había fallecido el día que Hindenburg entregó la Cancillería a Hitler. En el acto de la Krolloper se celebró su funeral.