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Historia

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EE UU. y China: ¿pistolas sobre la mesa?

La confrontación entre ambos países viene de lejos. Tratados, acuerdos comerciales, diálogos y retiradas de guerra resumen una relación que desde el siglo XVIII, llevan tratando de conciliar, ya sea desde las armas o desde el diálogo

Escena de «55 días en Pekín», una película de Nicholas Ray que se ambienta en la revolución de los boxers
Escena de «55 días en Pekín», una película de Nicholas Ray que se ambienta en la revolución de los boxerslarazon

«El primer requisito previo para ganar un juego es saber a qué se está jugando». En el caso de la confrontación arancelaria entre Estados Unidos y China no está claro y no sabemos quién ganará ni quién perderá.

«El primer requisito previo para ganar un juego es saber a qué se está jugando». En el caso de la confrontación arancelaria entre Estados Unidos y China no está claro y no sabemos quién ganará ni quién perderá. De momento, las bolsas asiáticas y estadounidenses se tambalean y las europeas van y vienen, mientras el mercado de los fondos se atrinchera. Con su acostumbrada rudeza verbal, el presidente Donald Trump decía: «Acabo de anunciar que incrementaremos los aranceles y no daremos marcha atrás hasta que China deje de engañar a nuestros trabajadores y robar nuestros empleos». Y un rato después: «Estados Unidos ha perdido, durante muchos años, entre 600.000 y 800.000 millones de dólares en comercio. Con China perdemos 500.000 millones de dólares. ¡Lo siento, no vamos a seguir haciéndolo!» La respuesta oficial china es conciliadora aunque enérgica: «Las iniciativas arancelarias estadounidenses son como una ráfaga indiscriminada de balazos. Les auto infligirá tanto daño que, a largo plazo, les será difícil soportarlo. China, en cambio, va a apuntar con precisión, intentando evitar perjudicarse a sí misma» (The Global Times).

La pelea viene de lejos, lo mismo que el intercambio de golpes económicos. Trump comenzó este combate al acceder a la presidencia y durante 2018 se han sucedido las medidas y las contramedidas que hasta ahora solían ser simétricas. El problemas se ha agravado cuando a los paquetes de millones que están en juego se acompañan indisimuladas presiones militares, como la llegada de dos destructores USA a unos islotes del archipiélago de las Spratly que China ocupa y reclaman Filipinas, Vietnam, Taiwán e Indonesia. Un portavoz de la US Navy ha declarado que sus buques siguen un «rumbo inocente» pero en China se lo han tomado como si Trump hubiera puesto una pistola sobre la mesa de juego... A los chinos no les sorprende: «Tenemos una larga historia. Hemos vivido conflictos similares muchas veces».

Las relaciones entre EE.UU. y China datan de finales del siglo XVIII y hasta el XIX se redujeron a intercambios comerciales y toma de posiciones para favorecerlos. El Tratado de Nankín (1842), que puso fin a la Primera Guerra del Opio, obligó a China a abrir varios puertos al comercio británico. Estados Unidos, bajo amenazas militares que Pekín no podía afrontar, logró una apertura similar para sus buques y factorías comerciales. «A río revuelto, ganancia de pescadores». Y el caso se repitió tras la Segunda Guerra del Opio: sin disparar un tiro, EE.UU. se unió al reparto del botín en el Tratado de Tianjin, 1860, donde obtuvo la apertura de una delegación en Pekín derecho a navegar por el río Yangtsé.

Poco antes se había producido la «fiebre del oro en California», y entre los 100.000 aventureros que corrieron a buscarlo hubo más de diez mil chinos y muchos más llegaron durante la apertura de las grandes líneas férreas transcontinentales y sus ramificaciones sur y norte en los años 60/80 del siglo XIX. La protección de esos emigrantes suscitó el Tratado Burlingame (1868).

Mientras, a finales del siglo XIX, Washington forzaba nuevas concesiones en China en favor de sus ciudadanos. Limitaba la emigración china –no la europea– con leyes de exclusión, para evitar protestas sindicales y ciudadanas a causa de la competencia salarial de los chinos y de las cerradas redes de solidaridad de los «chinatowns», los barrios que surgieron en las grandes ciudades. Pese a ello, esta población hoy se eleva a unos cuatro millones de personas en EE.UU.

Recordarán la película «55 días en Pekín» (1963, Nicholas Ray, con Charlton Heston, David Niven y Ava Gardner, filmada en Las Rozas, con más de 500 extras españoles haciendo de chinos) que recreaba la sublevación de los boxers y el asedio al barrio de las embajadas en Pekín. En el ocaso del siglo XIX, se produjo la sublevación de una secta nacionalista china contra la creciente influencia extranjera. Víctimas de la revuelta fueron tanto forasteros como millares de cristianos. La emperatriz cedió ante los sediciosos que asediaron el barrio diplomático, defendido por los guardias, los funcionarios y residentes extranjeros refugiados.

La guerra de los boxers

Para auxiliarlos se formó una alianza de ocho naciones que improvisaron una fuerza de 20.000 hombres. Tras algunos reveses, al cabo de 55 días de cerco, las tropas internacionales lo levantaron, derrotaron a los boxers e impusieron su voluntad al Gobierno, obligándole a concesiones y cambios que supusieron el final monárquico y la creación de la República de China. Esa fue la primera participación armada estadounidense, extrayendo soldados de sus tropas de Filipinas, donde habían terminado con la presencia española. Washington la aprovechó para imponer la «Política de Puertas Abiertas», que garantizaba la integridad territorial y política de China, pero vinculada a la libertad portuaria y comercial de las potencias, lo que supuso una rebatiña por concesiones mineras, tendido de ferrocarriles, apertura de bancos, reformas portuarias etc. mezclándose con los conflictos regionales.Washington, en plena Gran Depresión, poco pudo hacer para impedirlo, salvo protestar y enviar ayuda a la República China, presidida por el general Chang Kai-Shek, jefe del Kuomintang, el partido único que había ido liquidando los poderes regionales de los «señores de la guerra», aunque no a los comunistas de Mao Zedong.

La cuestión empeoró en 1937 cuando Japón invadió China. A parte de protestar y de crear una corriente anti japonesa y pro china en Estados Unidos, el presidente Roosevelt decidió controlar a Tokio mediante embargos de petróleo, chatarra, acero, créditos... Una de las condiciones de Washington para la normalización de relaciones fue la retirada japonesa de China. Japón se vio perdido no solo por lo que significaba renunciar a todo lo conseguido en la guerra, sino, también, porque significaría aceptar que estaba en manos estadounidenses.

En consecuencia, decidió pasar al ataque y propinar un golpe decisivo al poderío norteamericano destruyendo su flota del Pacífico y su base de Perl Harbor, diciembre, 1941. De esta manera, China se convirtió en el gran pretexto para la entrada norteamericana en la Segunda Guerra Mundial y en un valiosísimo aliado en la lucha contra Japón. Los nipones fueron derrotados en 1945, pero China no alcanzó la paz. Hasta 1950 se prolongó el conflicto entre el Kuomintang de Chang y el Partido Comunista de Mao, que resultó vencedor y proclamó la República Popular de China. A Mao le sobraban motivos para odiar a Estados Unidos: su ayuda exclusiva a Chang durante la guerra mundial y la civil, posibilitando el nacimiento de la República de China y su defensa, situando la VII flota en el estrecho de Formosa, y proporcionándole relevancia internacional sosteniéndole en la ONU hasta 1971, en que perdió la plaza en favor de la República Popular.

Ese cúmulo de agravios, unidos a su alineamiento con el mundo comunista, dieron lugar al apoyo chino a los comunistas de Pyongyang durante la guerra de Corea (1950-53) en la que 360.000 soldados chinos rechazaron a las tropas de la ONU, convenciendo al general MacArthur de que sería imposible ganar la guerra sino era «cobaltizando» la frontera chino-japonesa con 26 bombas atómicas, a lo que se negó el presidente Truman.

Tras la «diplomacia del Ping-Pong», en 1971, hace 48 años, hubo una lenta mejoría de relaciones culminada con las relaciones diplomáticas en 1979, a partir de las cuales Washington y Pekín han entablado acuerdos de todo tipo hasta el vertiginoso crecimiento de sus relaciones comerciales ya en el siglo XXI y, aunque menos difundido, han trabajado conjuntamente en cuestiones relativas al terrorismo o a la belicosidad de Corea del Norte, aunque aún queda una herida sin curar: las complicadas relaciones de los Estados Unidos con Taiwán... y ahora, una montaña de discrepancias económicas, ideológicas y de dinero.

Tratando de salir de Vietnam con la mejor imagen posible, el secretario de Estado Norteamericano, Kissinger, exploró el acercamiento a Pekín tras haber resuelto el gravísimo problema del ingreso de la República Popular de China en la ONU. Visitó al primer ministro chino Zhu Enlai, expresándole el deseo de normalizar relaciones diplomáticas, de entablar acuerdos de todo tipo y de preparar la visita del presidente Nixon a Pekín.

Lo impensable sucedió: el presidente de Estados Unidos visitó Pekín en febrero de 1972 y pudo entrevistarse una vez con el presidente Mao, que se hallaba bastante enfermo. Nixon y Zhu Enlai acordaron iniciar los trabajos para el establecimiento de relaciones diplomáticas. Al final, Nixon declaró: «Necesitamos un puente para cruzar 16.000 millas y 22 años de hostilidades y acabamos de decidir que debemos construirlo».