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El héroe de los gulags soviéticos

Se llamaba Teodoro Palacios, pero para todos era el capitán Palacios; conoció los campos de concentración de la URSS, donde soportó los peores castigos
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Se llamaba Teodoro Palacios, pero para todos era el capitán Palacios; conoció los campos de concentración de la URSS, donde soportó los peores castigos
En mayo de 1996, mientras investigaba las vidas entrelazadas del duque de Cádiz y de su primo el infante don Alfonso, hermano menor del Rey Juan Carlos I, por encargo del gran editor Rafael Borràs, tuve el privilegio de conocer en persona a Torcuato Luca de Tena. Prolífico escritor, diplomático y director del diario «Abc», Torcuato Luca de Tena (1923-1999) me brindó su generosa hospitalidad, invitándome a su casa y dejándome consultar su valioso archivo personal, del que pude exhumar algunos documentos interesantes para mi libro «Dos infantes y un destino».
Pero lo que más me ilusionó en aquella ocasión fue llevarle a su residencia una sencilla edición de bolsillo de su libro «Embajador en el infierno», la cual había devorado mientras realizaba las prácticas de Milicias Universitarias en El Ferrol del Caudillo, como entonces se llamaba. Torcuato estampó con su estilográfica esta afectuosa dedicatoria, que todavía hoy conservo entre otros emotivos tesoros de mi biblioteca: «Para José María Zavala, colega en las artes del periodismo político y de la Historia. Con un abrazo».

El buque fantasma

Acomodados en sendos orejeros, charlamos él y yo a continuación sobre esa obra suya que tanto seguía impresionándome. El 28 de marzo de 1954, Torcuato embarcó en una lancha motora de la Policía turca, en el puerto de Estambul, en busca del Semíramis, un buque «poblado de fantasmas», en sus propias palabras. Fletado por la Cruz Roja Francesa, el barco había zarpado de Odesa la víspera y traía a bordo 286 hombres rescatados de los campos de cautiverio soviéticos en condiciones penosas. La duración de la reclusión de esos antiguos combatientes enrolados en la División Azul, que lucharon con valor admirable contra el comunismo durante la Segunda Guerra Mundial, oscilaba entre los once y los dieciocho años. Una eternidad, ante la cual la mayoría de los infelices hechos prisioneros había sucumbido.
Desde el principio, llamó la atención de Torcuato la presencia de un hombre sereno y modesto, sentado con disimulo entre la multitud. Algunos de sus compañeros le indicaron que debía hablar con él, señalándole como a un gran héroe. Averiguó su nombre: Teodoro Palacios Cueto, nacido el 11 de septiembre de 1912 en Potes, Santander.
Con cuarenta y un años, el capitán de Infantería Palacios había sido capturado por los rusos en el frente de Leningrado, cerca de Krasni-Bor. A partir de ahí empezó su propio Gólgota por una decena de campos de concentración, desde Cheropoviets hasta el peor infierno de Jarkof. En Jarkof, precisamente, fue sometido con sus camaradas a trece horas diarias de trabajos forzados en una fábrica de trilladoras, durante las cuales nadie recibía ni un mísero mendrugo de pan. A su regreso al campamento, algunos soldados morían de inanición abandonados en la nieve. Al día siguiente, cuando los forzados pasaban de nuevo por aquel lugar, camino de la fábrica, tropezaban con los cadáveres congelados hasta que el jefe del campo tuviera a bien darles de baja.
En el averno de Jarkof, nuestro protagonista perdió veinticinco kilos y volvió a presenciar la dantesca escena iniciada en el campo de Cheropoviets, consistente en comerciar con los alimentos no digeridos por los enfermos de disentería, separándolos de los excrementos para lavarlos con nieve, hervirlos y comerlos.
Teodoro Palacios había resurgido demasiadas veces de sus cenizas, como el Ave Fénix, sobreponiéndose a la muerte cada vez que le confinaban horas interminables en una celda de castigo, desnudo por completo, a cincuenta grados centígrados bajo cero; o las veces que le trasladaban de campo de concentración, hacinado en el vagón de un tren de mercancías sin probar bocado alguno durante días enteros. Cuando los verdugos se «apiadaban» de los prisioneros, ofreciéndoles arenques para comer, quienes mordían el anzuelo, desaforados por la hambruna, se morían de sed luego al verse privados de agua.
El capitán Palacios jamás claudicó. Ni siquiera cuando se negó a realizar trabajos agrícolas, ante un piquete de soldados con armas cortas y perros policías, ya que aquello según él violaba la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra; o al someterse voluntariamente a tres huelgas personales de hambre; o incluso ante las feroces represalias por escribir cuatro cartas directas al ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética, denunciando el trato inhumano a los cautivos en los campos.
Su loable pundonor, y sobre todo sus profundas convicciones religiosas, obraron el milagro de hacerle vivir para contarlo. Condecorado con la Gran Cruz Laureada de San Fernando, falleció de un infarto en 1980.

DE ALFÉREZ A GENERAL

Teodoro Palacios, alférez durante la Guerra Civil española, falleció en el Sanatorio Madrazo, de Santander, a causa de las secuelas cardíacas que dejaron huella en su corazón durante el calvario en los gulags soviéticos. Veintiséis años después de su regreso de la URSS a bordo del Semíramis, sus restos mortales recibieron cristiana sepultura en el cementerio de Ciriego, el 29 de agosto de 1980.
Siendo teniente coronel, era condecorado por su valor en la cruenta batalla de Krasny-Bor, que costó la vida a tantos divisionarios. Fue el único laureado de la División Azul en vida. A su muerte había alcanzado ya el grado de general de brigada, y fue ascendido a general de división a título póstumo, tal y como consta inscrito en la lápida de su tumba. Sus memorias, confiadas a Torcuato Luca de Tena en el libro «Embajador en el infierno», merecieron el Premio Nacional de Literatura en 1955.