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Lewis Carroll, el matemático que hacía soñar despiertos a los niños

Lewis Carroll no sólo entretuvo a los pequeños con «Alicia en el País de las Maravillas», sino también con sus juegos de números.
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Lewis Carroll no sólo entretuvo a los pequeños con «Alicia en el País de las Maravillas», sino también con sus juegos de números.
Siempre me fascinó «Alicia en el País de las Maravillas», pero detrás de su autor, Lewis Carroll, o mejor dicho del reverendo Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), que empleaba tal seudónimo, se esconde otro paraíso de sorpresas. Este clérigo protestante, además de amante de los niños y de la literatura para ellos, era un excelente matemático. Recordaba Lancelot Robson, cuyo padre compartía con su gran amigo Dodgson la condición de cura y matemático, el día que visitó su casa el que llamaban cariñosamente «el señor de ‘‘Alicia en el País de las Maravillas’’». Aquella tarde se celebraba una fiesta infantil, pero el popular invitado se integró sin problemas en mitad del jolgorio, como un niño más, pese a ser un hombre alto y delgado, de rostro pálido, oscuros cabellos ondeados y voz atiplada. En sus ojos azules resplandecía la bondad cuando miraba a uno de aquellos chiquillos. Jamás llevaba gabán sobre el negro traje eclesiástico, pero en cambio siempre usaba sombrero de copa, lloviese o hiciera sol. Mientras jugaban en el salón, preguntó de repente a los niños si en la escuela les hacían sumar. Asintieron todos juntos. Tras una breve pausa, les dijo: «Me temo que su escuela no debe ser muy buena, amigos. Yo nunca sumo; escribo primero el resultado, y luego los sumandos».
Baile de cifras
El silencio se adueñó del auditorio. ¿Qué pretendía decir «el señor de ‘‘Alicia en el País de las Maravillas’’»?, debieron de pensar los allí reunidos, a juzgar por sus gestos atónitos. Seguidamente él continuó, como si nada: «Hagamos unas sumas», indicó. Garabateó unas cifras en un papel y se lo entregó a la madrastra de Lancelot, diciéndole: «Ésa será la suma de las cantidades que vamos a escribir». Tomando otra hoja de papel anotó la cifra 1.066. Pidió luego a una niña que escribiese el número que ella quisiera debajo del 1.066, que resultó ser 3.478. Luego él puso 6.521, un chaval añadió 7.150 y finalmente él volvió a colocar el quinto y último sumando: 2.849. El reverendo preguntó a cuál de los chiquillos se le daban mejor las matemáticas, y salió uno bastante despierto para hacer la suma, que le dio como resultado 21.064. La madrastra de Lancelot leyó entonces en voz alta la cantidad escrita por el clérigo en el papel que le había entregado... ¡Era 21.064! Todos dejaron oír sus voces de admiración.
Pero no es que el matemático fuera un adivino, sino que sencillamente al anotar su última cantidad (2.849) debajo de la escrita por el niño (7.150), se cercioró de que la suma de ambas diese 9.999. Lo demás era coser y cantar, pues el resultado de la suma de las cinco cantidades tenía que ser igual al primer sumando escrito (1.066) más 20.000, menos 2. Es decir, 21.064. Lewis Carroll o Charles Lutwidge Dodgson, como prefiera el lector, tuvo una infancia feliz, durante la cual se inventaba juegos y acertijos matemáticos, cuando no organizaba funciones de títeres para disfrute de sus seis hermanas, que lo adoraban. «Alicia en el País de las Maravillas» se publicó por primera vez en noviembre de 1865 y enseguida cautivó a Inglaterra. Hasta la reina Victoria, encandilada con el libro, invitó a su autor al Castillo de Windsor. Al despedirse de él, la reina le dijo: «Señor Dodgson, no deje de enviarme usted el próximo que publique». Y el súbdito obedeció sin rechistar, aunque la soberana pusiese el grito en el cielo al recibir su nuevo tratado de matemáticas.
Carroll era ante todo un hombre de una humildad proverbial. Los cánticos y alabanzas suscitados por la aparición de su cuento legendario habrían trastornado el juicio de cualquiera, haciéndole creer que era poco menos que un dios. Pero Carroll, que sólo en su círculo más íntimo dejaba de mostrarse tímido y reservado, huía siempre que alguien elogiaba sus escritos; tenía por costumbre no leer las críticas laudatorias de sus libros, aduciendo que tal lectura le parecía «malsana»; ni tampoco le agradaba que lo invitasen a banquetes o reuniones, prefiriendo departir de modo individual con sus amigos. «Me es imposible asistir, debido a que se trata de una invitación», ironizaba para excusarse.
Era también algo maniático. Cuando viajaba, llevaba la suma de dinero precisa en previsión de cada contingencia en dos monederos especiales, con compartimientos rotulados. Y, para colmo, le horrorizaban las corrientes de aire. Con el fin de evitarlas, mantenía en toda la habitación la misma temperatura colocando termómetros cerca de cada estufa de petróleo, los cuales leía para graduar aquélla en cada momento. Carroll era un niño grande.

Una ronda de pasteles

De todos los episodios que Lancelot Robson recordaba con verdadero cariño, su preferido era el que solía referirle su padre cuando era niño. Había en Guildford un establecimiento llamado Bretts, frecuentado por la gente acomodada para tomar café por las mañanas y té por las tardes. El escaparate del local era una tentación irresistible para los pequeños, repleta como estaba de tortas y pasteles de todos los tipos y sabores. Una cruda tarde invernal, Lewis Carroll reparó en un grupo de niños pobremente vestidos que parecían devorar con los ojos todas esas deliciosas golosinas. Después de observarlos unos instantes, se acercó para decirles: «Creo que a todos ustedes les vendrán bien esos pasteles». Dicho y hecho: entró en el establecimiento con la pandilla de chicos para que cada uno eligiese los dulces que más le gustasen. Y es que Carroll era la generosidad y el amor personificado con la infancia.