Ramón Sarmiento

«En un lugar de La Mancha... »

«Don Quijote» tiene que volver a las aulas. Nunca debió salir de ellas. Pero es la consecuencia de una política educativa dirigida por ministros analfabetos que ignoran para qué sirve el «Quijote». Y la obra de Cervantes lo es todo: una escuela de filosofía, de ética, de lealtad, de honradez, de imaginación. Es un verdadero viaje por la España de 1605, por la sociedad de la época, ya que presenta una multitud de personajes que Don Quijote encuentra en su recorrido y que constituyen un verdadero panorama social: nobles, curas, bandidos, campesinos, comerciantes, etc... El «Quijote» es un ejemplo. Y, como elemento de trabajo, es, en palabras del académico Arturo Pérez-Reverte, «una fuente riquísima para que un profesor discuta con los alumnos incluso de aspectos morales de la sociedad moderna». De todas las naciones que leen y admiran la figura del hidalgo manchego, hay dos que merecen un reconocimiento: Inglaterra y Francia. En 1616 la historia del hidalgo manchego andaba ya por las nueve ediciones en nuestra lengua (tres en Madrid, dos en Lisboa y en Bruselas, y una en Valencia y en Milán); y había sido traducida al inglés por Thomas Shelton y al francés por César Oudin en 1612 y 1614, respectivamente.

«El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha» vio la luz en 1605. Cuenta la historia de un «hidalgo», noble de categoría inferior respecto de las familias de los Grandes de España, y cuya única obsesión es la lectura de los libros de caballería como «Lanzarote», «Amadís de Gaula» o «Los caballeros de la Tabla Redonda». Pero en 1614 apareció un «Quijote apócrifo» escrito por Alonso Fernández de Avellaneda. Cervantes no pudo soportar este robo literario y escribió la segunda parte en la que al final hizo morir al protagonista principal para estar seguro de no ser nunca más víctima de plagio. En sus últimos días de una vida con más penas que reconocimiento, en 1616, Cervantes barruntaba ya algo sobre la gloria que el hidalgo manchego le iba a deparar. Y puso en boca del bachiller Sansón Carrasco esta afirmación: «Los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran». Ni más ni menos, como ahora.