Fernando VII, el estafador
Llegó a acumular en una cuenta de Londres 500 millones de reales. ¿Cómo consiguió reunir semejante fortuna en el extranjero?
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Uno de los más grandes fiascos económicos infligido por el monarca Fernando VII a su propio reino sigue siendo hoy casi un misterio.
Uno de los más grandes fiascos económicos infligido por el monarca Fernando VII a su propio reino sigue siendo hoy casi un misterio. Sucedió el 11 de agosto de 1817, cuando el ministro plenipotenciario ruso Tatistcheff, respaldado por su socio español Ugarte, firmó en Madrid un importante acuerdo con el general Eguía, según el cual el zar de Rusia vendió a España cinco navíos equipados con setenta y cuatro cañones cada uno, así como tres fragatas de cuarenta y cuatro cañones cada una, por una suma de 68 millones de reales de la que nunca más volvió a saberse. Ugarte hizo incluso publicidad del acuerdo en un artículo, inspirado por él, aparecido en la «Gaceta», explicando que el magnífico contrato de los barcos era «una negociación que el rey había entablado y continuado por sí mismo, hasta su feliz conclusión». Pero, en realidad, el acuerdo, como señalaba en su día el marqués de Villa-Urrutia, «era un escandaloso negocio, con sus puntas y ribetes de estafa, de que iba a ser víctima nuestra esquilmada Hacienda». Tenía razón Villa-Urrutia al afirmar que el negocio acabó siendo una ruina para la nación, pero en modo alguno para los bolsillos de quienes lo arreglaron.
Un millón de reales
Cuando los cinco navíos y las tres fragatas atracaron en el puerto de Cádiz se comprobó que eran incapaces de navegar; excepto una de las fragatas, la María Isabel, que luego fue apresada por la Armada chilena en Talcahuano, mientras los siete barcos restantes yacían sepultados en el arsenal de la Carraca listos para el desguace. Ni siquiera pudo salvarse el navío Alejandro, pese a que costó repararlo más de un millón de reales para que pudiese navegar hasta Barcelona. Desguazada la flota adquirida al zar de Rusia, sus restos se vendieron en pública subasta por 396.000 reales, cuando habían costado... ¡180 veces más! «La diferencia, pagada por un país arruinado y en la miseria, se la repartieron Ugarte, Fernando, Tatistcheff y algún otro compinche», aseguraba el historiador Gonzalo de Repáraz. Con razón, el embajador francés, Moustier, tenía en tan baja estima a Fernando VII: «La preocupación principal de este príncipe es el agotamiento de sus recursos personales; pero el señor Calomarde, el director de la Policía y otros confidentes secretos de sus placeres tratan de devolverle el buen humor suministrándole pequeñas cantidades que extraen de las cajas de sus respectivas Administraciones, lo cual les da poderosos medios de influencia que hacen al rey inclinarse, ya de un lado, ya de otro», anotó. Para el ex ministro Eugenio García Ruiz, Fernando VII tampoco era santo de su devoción: «No hay palabras en el Diccionario de nuestra rica lengua para pintar debidamente la avaricia, la concupiscencia y el estudiado fanatismo del ingrato tirano», advertía. García Ruiz no escatimaba otras graves acusaciones contra el monarca: «Introduciendo grandes economías en su palacio, no obraba a impulsos del deseo de aliviar la suerte del pueblo, sino para depositar sendos tesoros en el Banco de Londres, a cuyo efecto hizo que se dotase su casa con ciento veinte millones de reales al año, sin perjuicio de las gratificaciones que, bajo el nombre de regalos, se hacía entregar en los días de gala por altos funcionarios, quienes recibían así carta blanca para saquear el país», aseguró.
Correrías nocturnas
Afirmaba también el ex ministro que Fernando VII consentía a su alcahuete, el duque de Alagón, que derrochase dinero del Tesoro Público, pretextando que era para la Guardia de Corps; y que le ayudó a enriquecerse, otorgándole el privilegio de introducir harinas extranjeras en Cuba, mientras Chamorro, otro de los incondicionales del rey en sus correrías nocturnas, gozaba de plenos poderes para explotar cuantos negocios llegaban a sus manos.
Atesoró el rey tal fortuna en sus últimos años de reinado, que a su muerte tenía una cuenta corriente con un saldo de quinientos millones de reales en el Banco de Londres, según denunció Ángel Fernández de los Ríos. Con semejante despilfarro y tráfico de influencias, no era extraño que en 1826 la crisis financiera en España impidiese pagar al cuerpo diplomático en el extranjero, al que se le adeudaban tres millones de reales. El embajador español en París, duque de Villa Hermosa, tuvo que pasar así el bochorno de pedir prestados al gobierno francés 60.000 francos para atender los gastos de su legación. Puede entenderse ahora que algunos autores hayan comparado a Fernando VII con otros personajes no menos «ilustres» de la historia universal, como los emperadores romanos Tiberio, Nerón, Calígula y Domiciano, o el mariscal francés Giles de Retz.
La lotería regia
Contaba Fernández de los Ríos en 1879 que el mismo Tadeo Calomarde que dio a firmar a Fernando VII el célebre codicilo en La Granja, satisfacía los caprichos del monarca. ¿De dónde sacaba don Tadeo los recursos para hacerlo? «Unas veces –aseguraba Fernández de los Ríos– de los fondos de penas de cámara, otras de los pósitos, otras de los fondos de policía, cuyos tres importantísimos ramos corrían a su cargo».
Calomarde no se detenía ante nada, como advertía el periodista: «Hacía, de acuerdo con el ministro de Hacienda, que si el premio mayor de la lotería recaía en alguno de los billetes devueltos por las administraciones, fuera el rey el agraciado; así Fernando se maravillaba de su suerte, pues con mucha frecuencia solían estar premiados sus billetes».