Francisco Rico: «En Cataluña no va a pasar nada, todo el mundo lo sabe»
Filólogo prestigioso y cervantista de pro (acaba de publicar «Anales cervantinos»), con tantos amigos como enemigos, nunca se muerde la lengua y habla a las claras de la «insensatez» del separatismo y de las relaciones «corteses pero distanciadas» dentro de la Real Academia Española
Creada:
Última actualización:
Me resultaría más fácil entrevistar a Francisco Rico, cervantista ilustre –o mejor dicho «el cervantista»–, además de filólogo, catedrático, historiador de literatura medieval, gran especialista en Petrarca y todo lo demás, si le conociera menos. Así podría poner lo de «castellano viejo, nacido en Barcelona», como figura en casi todas sus entrevistas, o contar lo que impone cuando recibe cigarrillo en mano, sea donde sea –fuma donde le da la gana–, o incluso decir que no lee más «El Quijote» (en realidad solo lo ha hecho de un tirón una vez) porque se lo sabe de memoria, como tampoco lee todos esos libros con los que convive, porque «los libros son para usarlos». Pero a mí me gustaría ser más generosa, compartir con los lectores la brillantez aún más extraordinaria de Rico en las distancias cortas donde no solo es encantador (que se lo pregunten a Cristina, la fotógrafa que me acompaña), sino, sobre todo, y como el propio Quijote, divertidísimo. Y tan capaz de impregnar de su humor cualquier conversación como para restarle solemnidad a su personaje. Aunque si quiere, puede. Ser solemne, digo. Y supongo que también antipático. De hecho, le quieren y le odian. Y no diría yo que a partes iguales: más lo segundo que lo primero. Incluso algunos de los que le consideran una divinidad. «¿Vas a entrevistar a Dios?», me pregunta una buena amiga, también filóloga, que lo ama. Asiento. Y preciso: «Sobre sus ‘‘Anales cervantinos’’ (Arpa)...O sea, que hablaremos de cualquier otra cosa». Qué suerte. Cierto, aunque preferiría solo la charla. La entrevista es mucho más arriesgada...
–Dígame, ¿por qué le tienen tanto miedo los intelectuales?
–Puedo ser destructivo. Pero si me caen en gracia y son amigos, más bien hago lo contrario: halagarles contra mis principios para que estén contentos. Lo mismo que puedes hacer una cosa para molestar, puedes hacer otra para que los amigos estén contentos: no cuesta nada. Había un chiste de Mingote cuando se produjeron unas elecciones con Franco: «Vote usted a Gundisalvo... ¿A usted qué más le da?».
–Así parece que votamos los que votamos, al menos, a veces... ¿Usted vota?
–Sí, qué remedio. Por fidelidad. Pero Javier Cercas ha contado que iba una vez en el coche con su mujer y su hijo y me oyeron decir por la radio: «¿Cómo voy a creer en la democracia si le concede el voto a un individuo como yo?». Y todos aplaudieron. Cómo voy a votar yo si no sé nada...
–Si usted no sabe nada, entonces el resto...
–El resto está más justificado porque vota a ciegas sin saberlo. La democracia es pésima en la teoría y perfecta en la práctica. Quizás lo que se debería hacer es no votar, sino elegir al azar... Tú, de directora general (se ríe).
–Eso parece que se hace aquí por o pese a la democracia, y favorece que haya tantos mangantes en la política...
–El hombre es malo por naturaleza. Si le das la ocasión de enriquecerse o hacerse con unas pesetitas, sin que nadie se entere, lo hará. Necesariamente.
–Así que siempre habrá corrupción en todas partes... ¿En España más?
–Bueno, comparado con Italia... (sonríe). Aunque estamos empezando. Tuvimos a un mal imitador de Di Pietro, el fiscal que llevó todo esto allí, que fue Garzón. Un verano fui a dar unas clases en El Escorial y al tiempo había un curso de Di Pietro y Garzón... El despliegue de seguridad era impresionante, con policías en cada piso del hotel. En el mío, había una Guardia Civil preciosa, tanto que al pasar le dije «Viva el cuerpo... de la Guardia Civil».
–¿Y no se le cayó el pelo? Sería hace mucho tiempo...
–Qué va. A ninguna mujer le duele que la llames guapa. Y además era un chiste gracioso, ¿no?
–De mujeres hace usted muchos chistes.
–Es que no hay espectáculo más hermoso que sentarse a ver pasar el tiempo, las nubes y las mujeres... Estas chicas jóvenes, delgadas, espigadas, altas... y las maduras incluso con sus curvas, barriguitas y demás... Ningún rato mejor aprovechado.
–Ya veo. ¿Y mujeres «aprovechables» para la Academia hay? Porque no entran muchas.
–Muchas o pocas, lo que no me gusta, y tampoco a algunas de ellas, es que entren en virtud de un cupo: entiendo que eso es rebajar sus méritos. Pero sí son bastantes las que tienen muchos para entrar: Paloma Díaz Más, que es excelente narradora, semitista, ha editado el romancero y «La Celestina»; María Blasco, la historiadora Mercedes Cabrera; o, si no lo impidiera el hecho de ser mi esposa (y el amor de mi vida, ay), Victoria Camps.
–Dicen las malas lenguas que enfrentaron a García Gual con Rosa Montero porque querían ponerle la zancadilla a ella...
–No lo creo. La gente imagina que los académicos se confabulan para urdir proyectos diabólicamente elaborados. De eso nada: no hay planes ni consensos tras minuciosas deliberaciones. En ese aspecto, igual que en otros, la Academia no existe como tal. Todo es un puro azar Alguien, sobre todo el director, pone un nombre sobre la mesa; otros aducen quizá otros, y se vota sin acuerdo ni debate.
–¿Cómo se llevan entre ustedes?
–Cortés pero distanciadamente, con distancias variables. Si no se conocían ya antes, no creo que ningún académico se haya hecho amigo de otro como para irse juntos de copas.
–¿A usted le quieren? ¿Es cariñoso con ellos?
–Sí, me corresponden. Con quien soy extremadamente afectuoso y cordial siempre es con las personas sencillas.
–Por cierto, ¿en qué quedó aquel rifirrafe polémico entre usted y Pérez-Reverte que llegó a los medios?
–Yo sigo pensando que es un digno cultivador de la novela popular y jamás he tenido una polémica con él. Pero desde que en un diario insultó directamente a una académica, e indirectamente a las demás, hemos quedado como amigos enemistados o enemigos amistosos.
–Usted dijo en una entrevista eso de que en la Academia unos fijaban y otros daban esplendor.
–Sí, fijan los especialistas, lingüistas, gramáticos, científicos, expertos en ciertos campos. Yo mismo, en mi condición de filólogo y por ahí, sobre todo, responsable de la Biblioteca Clásica. Y los creadores dan esplendor en la medida de su prestigio.
–Pues no parece suficiente, porque cada vez se habla peor.
–La Academia se ocupa mayormente del léxico, que, en efecto, cada día está más depauperado. Antes, un campesino te podía decir el nombre de todas las partes del arado o de una planta. Ahora los elementos de la realidad son básicamente técnicos, que no dicen nada y cambian continuamente. El camino para ampliar el vocabulario y la experiencia con términos digamos que humanos es inculcar el gusto por la literatura, que se goce como tantas generaciones han disfrutado de «El Quijote». Por eso pienso que la Biblioteca Clásica que publica la Academia es tan importante como el propio Diccionario.
–Desde luego la Biblioteca Clásica, donde salieron los dos tomos del exhaustivo «Quijote» dirigido por usted, ha sido tan celebrada como esa frase suya: «Cervantes se parece mucho a un voluntario de la División Azul que ha aceptado la Transición».
–Es solo un parangón, claro. Cervantes es un hombre del siglo XVI, no del XVII, que se mantiene fiel a los ideales heroicos de su juventud, pero que en la vejez se da cuenta de que las cosas han cambiado y se resigna a ello. Sin embargo, cuánto mejor nos iría hoy si se hubiera cumplido su ilusión de convertir los infieles al cristianismo.
–¿Le dijo eso al papa Francisco cuando le presentó sus ediciones?
–No se me ocurrió. El Papa, que es un gran admirador del Quijote, me cayó muy bien, como a casi todos. Después de estar con él fui a ver al sumo pontífice de la izquierda italiana, Alberto Asor Rosa, y también coincidimos en un juicio más que positivo. Yo no puedo convencerme de que una persona como Francisco mantenga, por ejemplo, la creencia en que las penas del infierno son eternas.
–Tenía entendido que la Iglesia había superado ya lo del infierno.
–Pues el mensaje de Fátima lo reafirma.
–La perspectiva del infierno no le ha impedido a usted hacer siempre lo que le ha dado la gana...
–Soy un hombre feliz, afortunado: he trabajado en lo que he querido, he tenido los amigos que he querido y los incruentos enemigos que me han salido al paso o me he buscado voluntariamente. No puedo pedir más. «Amé, fui amado, el sol/ acarició mi faz. / Vida nada me debes, / vida, estamos en paz».
–Qué tranquilidad de espíritu da la felicidad. Y eso que vive usted en Cataluña, donde los ánimos siguen exaltados (no hablo ya de corrupción sino de nacionalismo) y podría pasar cualquier cosa.
–Vivo en Cataluña extraterritorialmente, y menos que en la literatura. En Cataluña no va a pasar nada. Todo el mundo lo sabe y todo el mundo está de acuerdo en ello. Los secesionistas no tienen nada que hacer. Lo único que ahora intentan es salvar la cara, justificarse. Si hubieran llegado al referéndum, habría pasado como en el anterior: que solo votaron dos millones de catalanes y portugueses ¿lo entiendes?
–¿Portugueses?
–¿No conoces el calambur? Catalanes i-lusos. (Me río, claro, cómo no) Pobrecillos, se lo han creído, cuando no tienen ninguna posibilidad, ni teórica, ni desde el punto de vista de Cataluña ni de toda España. Es una insensatez. Y ahora los culpables procurarán justificarse de alguna manera, porque, sin abandonar el independentismo, o más bien por emperrarse en él, se les echarán más o menos encima los dos millones de partidarios.
–Desde luego no es raro ese interés suyo por Cervantes y el Quijote. Lo digo por el sentido del humor. La mejor manera de hablar de las cosas serias, dijo alguien.
–Ninguno como el de Cervantes. Una vez cita un romance viejo: «Media noche era por filo», es decir, exactamente; y va y añade: «poco más o menos...». Cervantes es el español de la historia porque es el hombre que más ha hecho reír a todo el mundo durante 400 años. Y el Quijote es el único libro europeo que ha estado en el candelero todo ese tiempo. Dante, Shakespeare o Quevedo han caído en el olvido o en el desdén por largos períodos; Cervantes nunca.
–¿Es buen momento ahora para que hablemos por fin de esos «Anales cervantinos» que acaba de sacar en Arpa?
–El buen paño en el Arpa se vende, je, je. El paño son aquí una cuarentena de ensayos ligeros, unos publicados y otros inéditos, la mayoría con ilustraciones, que se mueven entre la crítica histórica y literaria y la sátira de costumbres culturales. Y es que las celebraciones del centenario han dado mucho pie a la censura, sobre todo por quedarse en lo más superficial.
–«La hojarasca de las conmemoraciones», dice usted.
–Sí, pero yo intento señalar las claves principales para la lectura del Quijote y para apreciar más limpiamente el arte, la vida y el talante del autor.
–A usted que se lo sabe de memoria, ¿le sigue divirtiendo?
–Naturalmente. Cuando con mis colaboradores cotejábamos las ediciones antiguas, a veces teníamos que hacer una pausa porque nos entraba una risa incontenible.
–¿Y todavía puede encontrar cosas nuevas?
–Siempre se puede. Pero en especial ahora tenemos técnicas nuevas que nos enseñan a entender cosas viejas, y en primer lugar cómo trabajaba la imprenta antigua, cortando y añadiendo para embutir el texto en un espacio prefijado. En ediciones hechas en vida del novelista y por el mismo editor que la primera, la imprenta llega a añadir hasta 15 líneas seguidas. Y cortadas, infinitas. Si eso hacían teniendo por modelo un texto ya impreso, imagínese lo que pasaría con un original manuscrito. Como sea, vamos mejorando «El Quijote», de modo que se parece más al que salió de la pluma de Cervantes.