El origen de la dieta mediterránea
Los cultivos y la alimentación de Iberia comenzaron a cambiar con la llegada de los fenicios, que tuvieron un impacto tan clave como el de la difusión del vino
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Pocos aforismos contienen tanta verdad como el «eres lo que comes» del filósofo bávaro Ludwig Feuerbach y, más aún, en un país como España donde la comida no implica un mero fin nutricional sino que, gracias a su enorme variedad y riqueza gastronómica, conforma un elemento identitario de primer orden. En especial, sobresale el concepto de dieta mediterránea que vincula la gastronomía española con la del resto de países y culturas ribereñas del antiguo Mare Nostrum que, además, fue reconocido por la Unesco en su reunión de Bakú de 2013 como patrimonio inmaterial de la humanidad. Se le reconoció una trayectoria histórica «desde hace milenios fruto del constante intercambio entre sinergias locales y contribuciones externas, siendo un crisol de tradiciones, innovaciones y creatividad, expresando el modo de vida de las comunidades residentes en la cuenca [mediterránea]».
Y esa es su clave más importante, la combinación de unos fundamentos comunes gastronómicos con la conectividad, el dinamismo y la sucesión de diversas culturas gastronómicas que, por lo demás, se pueden trazar históricamente. Para el caso de la península Ibérica resulta interesante el reciente artículo publicado en el «Oxford Journal of Archaeology» «New products, new tastes? Agricultural innovations and continuities between the ninth and fourth centuries BC in Mediterranean Iberia», de Guillem Pérez Jordà y Leonor Peña Chocarro, investigadores de la Universitat de Valencia y el CSIC. Este es un estudio arqueobotánico, es decir, la disciplina centrada en el estudio de las plantas en el pasado, donde se examinan tres zonas: el Levante, el Mediterráneo Central y la península Ibérica. De este modo, analizan como los cultivos y alimentación de Iberia no cambiaron sustancialmente desde la llegada del neolítico hacia el sexto milenio a.C. hasta que, a comienzos del primer milenio, apareció un nuevo contingente poblacional oriental que trajo consigo nuevos cultivos, alimentos y técnicas que quedaron indeleblemente unidos a partir de ese momento a la alimentación y los modos de vida de los pueblos de la península.
Estos orientales, básicamente fenicios, tuvieron un impacto inmediato alimenticio en el sur y este de la península pues, como se indica en el artículo, «los nuevos productos no emergieron gradualmente sino que llegaron a la vez», si bien su difusión al resto del territorio peninsular, como lo ejemplifican los garbanzos, un alimento que, por lo demás llevaba miles de años domesticado, fue progresiva. Asimismo, a pesar de la dificultad de su rastreo, se constata la introducción de productos hortícolas como el cilantro y el melón, si bien las grandes e imperecederas innovaciones fueron la introducción de los árboles frutales, el olivo y la vid. Aunque hubiese un consumo previo de fruta salvaje, fueron los fenicios los responsables de introducir tanto su cultivo como diversas variedades domesticadas como el higo, la granada, la manzana, la pera, el pino piñonero y la almendra, cuya difusión, apuntan, en las comunidades locales no fue rápida, con las excepciones del higo, la vid y el olivo.
Pero no sólo trajeron de Oriente nuevos cultivos y alimentos sino también nuevas formas de consumirlos y de vivirlos. Así, aunque no aportaran grandes novedades en el ámbito de los cereales y las legumbres, salvo el mijo y el ya citado garbanzo, sí que introdujeron una nueva herramienta: molinos rotatorios de piedra que permitían incrementar la producción harinera y sus excedentes, posibilitando la creación de comunidades cada vez más grandes, así como nuevas formas de conservación de alimentos aplicables a la gran novedad de la introducción de los frutales, como era la deshidratación y conservación en líquidos, como la miel, el vinagre o el vino.
Y es precisamente el vino la gran novedad como lo confirma su rapidísima difusión de consumo y extensión de cultivo, apuntando los investigadores incluso una prontísima explotación comercial de exportación y, obviamente, de importación, como lo certifican las numerosas ánforas vinarias halladas por doquier. Como indican, «el éxito del vino iba más allá de la mera subsistencia; tenía un importante papel en las esferas social, económica y política así como en los rituales». Aunque existieran otras bebidas alcohólicas, como la cerveza, el vino, sostienen, indujo cambios en las relaciones sociales a partir de, precisamente, el contacto entre unas poblaciones nativas y los colonos orientales que les indujo a los primeros a adoptar los hábitos de los recién llegados, si bien sospechan que su consumo no era privativo de las élites sino del conjunto de la población.
En definitiva, merced a los fenicios, Iberia se incorporó al mundo gastronómico mediterráneo y, aunque posteriormente una orgullosa Roma hiciera valer su famosa triada mediterránea romana de vid, olivo y cereal como su orgullo y una de sus más importantes señas de distinción en relación a las poblaciones del Barbaricum, en realidad su tradición culinaria no era privativa suya sino que provenía, como dice la locución latina, «ex oriente lux».