Historia

La Sevilla del Siglo XVIII: la ciudad del peligro

La capital Hispalense era estaba atestada de rufianes, maleantes, marineros y gentes de la noche hicieron de sus calles una caldera sin ley ni orden

Vista de Sevilla pintada en 1726 por artista anónimo
Vista de Sevilla pintada en 1726 por artista anónimoWikimedia Commons

Con toda probabilidad, Sevilla era la ciudad más populosa y alegre de España en el siglo XVIII, en gran parte por ser un puerto importante en el comercio con América y con el resto de España. Muchas eran personas que ahí vivían, trabajaban y se enriquecían. El filólogo Ángel Valbuena Prat escribió que «Sevilla encarnaba el apogeo, el lujo, el boato, el brillo, y también la confusión y el desorden que acompañaba a la metrópoli del Imperio Español. La riqueza de Indias, que llegaban para la Casa de Contratación, era algo inusitado». Al puerto arribaban hombres que durante días y semanas habían surcado los mares y querían pasárselo bien. Tenían dinero fresco en el bolsillo. Era una ciudad que no dormía y durante la noche se desataban las pasiones. Sitios donde se concentraban las personas era el Arenal, Triana, Torre del Oro, Catedral y Campo de Tablada.

Alfonso Morgado, en el 1587, comenta que las mujeres sevillanas tenían fama por su belleza, su gracia, desenvoltura, suave voz, atractivo particular y pulcritud extrema. Para los llamados «cristianos viejos» eran mal vistas porque usaban los baños para limpiarse. Esta práctica solo la llevaban a cabo las mujeres judías y musulmanas, no las cristianas. De ahí el recelo que levantaban. En las calles y barrios se mezclaban todo tipo de personas. Adinerados, trabajadores, extranjeros, marineros, comerciantes, gitanas embaucadoras, rameras, truhanes, aventureros, ladrones... La administración era un caos. Funcionarios y jueces eran corruptos, incluso la Santa Hermandad. Los pobres, enfermos y ancianos morían de hambre por falta de asilos, hospitales, o casas de beneficencia. Era una ciudad peligrosa e insegura dentro y fuera. Era gran parte porque la Santa Hermandad no actuaba. Los presos se escapaban de las cárceles, no se perseguía a los capeadores, a los cuadrilleros. Muchos se avergonzaban no por robar, sino por robar poco. Sevilla se convirtió en centro, refugio y amparo de maleantes. Se la conocía como Mare Magnum, Babilonia castellana y Cairo español.

Casas de juego y de rameras

Las mancebías estaban concentradas en el Compás de la Laguna, en el barrio del Arenal. El límite lo ponía el trazado de la muralla, que discurría trazando un ángulo por detrás de la calle Santas Patronas, llegando hasta la calle de la Mar. La falta de higiene y todo aquel caos hicieron que se extendieran las epidemias. La más común era la sífilis. También se la conocía como «contagio de San Gil» porque fue en este barrio de la Macarena donde apareció por primera vez.

Francisco Rodríguez Marín sobre aquella Sevilla del siglo XVII escribe que «el fraude, la prostitución y el crimen fueron obligados camaradas de la valentía… Tarde acudió a poner remedio el celo, por lo común tibio, de cabildos, corregidores o asistentes, alcaldes y audiencias; pues el mal se había propagado en tales términos que cárceles, azotes, galeras, y aun la horca misma y el descuartizamiento, más bien eran leña con que el incendio se fomentaba». Por su parte Francisco Porsis de la Cámara escribe: «todo se vende, hasta los Santísimos Sacramentos y su administración. Los dos polos que mueven este orbe son dones y doñas que aquí no azotan sino al que no tiene espalda, ni condenan al remo sino al que no tiene brazos, ni padece ningún delincuente sino el que padece necesidad y no tiene que dar a los escribanos, procuradores y jueces. Seis años ha que no he visto ahorcar en Sevilla ladrón, habiendo enjambres de ellos como abejas. Lo que más en Sevilla hay son forzantes, amancebados, testigos falsos, jugadores, rufianes, asesinos, logreros, vagabundos que viven del milagro de Malroma, solo de lo que juegan y roban, pues pasan de 300 casas de juego y 3.000 de rameras, y hay hombre que con dos mesas quebradas y seis sillas viejas le vale cada año la coima 4.000 ducados».

Los valientes de oficios convivían con las rameras «que toleraban y aun solicitaban el trato de aquellos malandrines, cediéndoles, a cambio de alguna caricia y de muchos golpes, una buena parte de sus viles ganancias». A ellos se unían los rufos, padres, correvas, traimeles, pagotes. Se puede decir, sin exagerar, que era pícaro hasta el aire que se respiraba.