James Bond, ¿y el anillo pa’ cuándo?
Sotheby's subasta desde 6.000 euros el anillo de la boda exprés de James Bond en "Al servicio de Su Majestad"(1969)
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Sotheby's subasta desde 6.000 euros el anillo de la boda exprés de James Bond en "Al servicio de Su Majestad"(1969)
Hay personas que, por decreto ley o bula papal, deberían estar exoneradas del matrimonio, el «roce que antes irrita la piel», que decía Jardiel Poncela, un tipo que, por lo demás, nos enseñó que el mejor día para casarse era el 30 de febrero. Cada uno encuentra su excusa para evitar el desastre: una tara física o emocional, un viaje a Indochina o un ideal elevado. Pessoa (y tantos otros creadores, sentimentalmente «castratri») se escudaba en la musa poética para mantener alejado el altar; a ellas, muchas inteligentes y adelantadas a su época, la entrega a Dios en un convento les ahorraba el bochornoso trámite.
«Sor Juana Inés se hizo monja para poder pensar», decía Octavio Paz. A los libertinos (Don Juan, Valmont y la marquesa de Merteuil...) les gusta coquetear con el peligro del matrimonio, provocar su cercanía para salir airosos de la ley divina. Abandonar la cama un segundo antes de que sea inevitable. Como 007. «James, ¡te necesito!», le dice Barbara Bach a Roger Moore en «La espía que me amó», desnudos bajo un manto de pieles. «También Inglaterra», replica 007. Cuestión de principios tanto como cuentos de la lechera. Los motivos de Bond fueron casi siempre más los del truhán que los del idealista. Pero, además de una sonrisa irresistible y su flemática apostura, lo que hace perdonable la carrera de mujeriego de Bond es lo que decía un erudito de la de Casanova en contraposición con el Burlador de Sevilla: las abandonaba felices, sin sombra de remordimiento. En las películas de 007 la seducción es tan prolija como poco profunda: un juego entre «connoisseurs».
Se equivocan quienes cargan demasiado las tintas en el machismo (que haberlo, haylo) de Bond. Las mujeres de 007 aceptan el engaño mutuo y a veces son las primeras en golpear. La saga, en ese y tantos otros aspectos, no es realista sino mera construcción colorida de la realidad. Sin embargo, hubo una vez (una sola y en general olvidada por el gran público) en que Bond, James Bond, cayó enamorado, o al menos formalizó lo suyo en «Al servicio de Su Majestad» (1969). Fue en la sexta entrega de la saga, la única interpretada por George Lazenby, que tomó el testigo del agente secreto de manos de Sean Connery. 007, hasta entonces removido y agitado en cuestiones de faldas, desposaba formalmente a Tracy Di Vicenzo (Diana Rigg). Se acuñaron dos alianzas para el rodaje, con la leyenda «todo el tiempo del mundo», diseñadas por Charles de Temple, que precisamente mañana salen a subasta por entre 6.000 y 8.000 euros en Sotheby's Londres.
El bodorrio se rodó en una hacienda del Alentejo portugués y no muy lejos de allí, en el distrito de Setúbal, en las tortuosas carreteras del Parque Nacional de Arrábida, cuando los tortolitos ponían rumbo a la luna de miel, la película y la historia de amor y matrimonio de Bond se cerraba de la peor de las maneras: el malvado Stavro Blofeld y una secuaz abatían a tiros a Tracy y dejaban al agente a los pies de su ensangrentada esposa llorando como nunca antes y nunca después en la saga. No más de media hora dura el matrimonio de Bond en el cómputo global de una franquicia que suma ya cerca de 30 películas.
Todos, de Ian Fleming para abajo, entendieron que hurtarle la soltería a 007 era tanto como quitarle la licencia para matar. Dos años después, Connery volvía a poner a Bond en su sitio: soltero, sin compromiso y disputado entre una rubia y una pelirroja.