Kursk: la mayor batalla de tanques que nunca existió
Se hablaba de 1.200 carros de combate soviéticos contra 1.500 alemanes, sin embargo los especialistas Glantz y House bajan considerablemente las cifras en «Choque de titanes»
Se hablaba de 1.200 carros de combate soviéticos contra 1.500 alemanes, sin embargo los especialistas Glantz y House bajan considerablemente las cifras en «Choque de titanes.
La operación Barbarroja comenzó a las 03:15 horas de la madrugada del 22 de junio de 1941 con una potente preparación artillera. Las explosiones tiraron de la cama a un capitán del Ejército Rojo que entre dormido y aterrorizado telefoneó a su Estado Mayor: «¡Mi coronel, nos atacan los alemanes!».
–¡Eso es imposible! ¡Usted está borracho! ¡Váyase a dormir !
Otro oficial de guardia en primera línea, pedía instrucciones al enlace con su división: «¡Los alemanes nos disparan! ¿Qué hacemos?».
–¿Pero es que estáis locos? ¿Por qué no está cifrado vuestro mensaje?
Decenas de llamadas telefónicas se registraron aquella madrugada entre las primeras líneas soviéticas y sus cuarteles generales, entrecortadas por el estampido de las granadas y por la aterrada excitación de los comunicantes. El desconcierto alcanzaba también a los responsables del Ejército Rojo. El jefe del Estado mayor general, Georgi K. Zhukov y el mariscal Timoshenko, comisario para la Defensa de la URSS, trataron de recibir instrucciones de Stalin, pero se lo impedía el general ayudante de servicio: «Está durmiendo. Y no seré yo quien le moleste.
Tras las amenazas e insultos imaginables lograron despertar al Secretario General y Zhúkov le informó de que Alemania les atacaba. Ante su anonadado silencio, preguntó: «¿Puedo ordenar que se rechacen los ataques?». Zhúkov sólo podía escuchar la entrecortada respiración de Stalin: «¿Me ha entendido, camarada?».
Tras un nuevo silencio, Stalin ordenó que se dirigiera al Kremlin con Timoshenko. Allí le encontraron extremadamente pálido, rodeado de los miembros del Politburó. Sostenía una pipa encendida que balanceaba de izquierda a derecha sopesando la situación. Finalmente dijo: «Si los alemanes desearan la guerra la habrían declarado. Hitler querrá algo y esto sólo será un amago para presionarnos. ¿Qué pasa con nuestro embajador en Berlín?».
A las cuatro de la madrugada el embajador soviético se entrevistaba con el ministro alemán de Exteriores, Von Ribbentrop y a la misma hora, en Moscú, el embajador alemán era recibido por Molotov, ministro soviético de Exteriores. En el Kremlin tuvieron que esperar poco para saber que Hitler les declaraba la guerra. Stalin se desplomó en la silla y quedó sumido en sus pensamientos. Tras un largo y pesado silencio, preguntó:
–¿Están seguros de que se trata de una declaración de guerra? ¿Creen que se trata de un ataque a gran escala?
–Por supuesto, camarada –respondió Timoshenko–. Nos atacan desde Prusia Oriental, desde Polonia y desde Rumanía y las alarmas de nuestras tropas fronterizas indican que los frentes de la ofensiva alemana tienen más de trescientos kilómetros. ¿Qué debemos ordenar a nuestras tropas?
Stalin, aun no convencido, replicó: «Ordenen a sus unidades que rechacen los ataques enemigos, pero no crucen la frontera alemana». Luego le pidió a Molotov que abriera negociaciones con Ribbentrop, pero no salió de su estupefacción, tanto que Molotov a mediodía del domingo 22 de junio tuvo que anunciar a la URSS: «El fascismo traidor está invadiendo la patria» (Alan Bullock, «Hitler y Stalin, vidas paralelas», Plaza & Janés, 1994).
Al finalizar ese primer día, Moscú había perdido 1.200 aviones, diez por ciento del total y los blindados alemanes habían penetrado cien kilómetros en su territorio. Acababa de comenzar la confrontación militar más brutal de la Historia, que terminaría con la muerte de Hitler, la destrucción de Berlín y la capitulación alemana, 1.420 días después, el 8 de mayo de 1945.
En fuera de juego
Quizá el mayor misterio de la Segunda Guerra Mundial que nadie ha explicado bien es cómo Stalin se dejó sorprender por el ataque cuando mil indicios indicaban que la ofensiva de Hitler era inminente. Dos prestigiosos especialistas estadounidenses, David M. Glantz y Jonatham M. House acaban de abordar esta cuestión dentro de la gigantesca contienda 1941/1945 en el Este, sin proporcionar un único motivo determinante aunque sí reuniendo el cúmulo de circunstancias que redujeron a Stalin a la inoperancia y estupefacción durante días mientras la Wehrmacht avanzaba vertiginosamente hacia el interior de la URSS.
«Choque de titanes. La victoria del ejército Rojo sobre Hitler» (Desperta Ferro, Ediciones SLNE. 2017) es una nueva visión sobre la Guerra en el Este, el escenario más sangriento, el más disputado e inmenso por los kilómetros, las fuerzas enfrentadas y las bajas (más de 40 millones) del conflicto. Glatz y House, bien respaldados por sus investigaciones sobre la contienda, han abordado aquí una investigación nueva sobre el choque germano-soviético, nunca bien explicado a causa de la utilización soviética de la Historia como arma política y del secreto de sus archivos. Hoy, contando con las primeras visiones profesionales rusas, con parte de los archivos ya abiertos al estudio y con el inmenso caudal existente de literatura histórica sobre aquella confrontación, Glatz y House presentan un nuevo panorama sobre el titánico duelo del Este.
La avalancha alemana abrumó al Ejército Rojo en todos los frentes. Los soviéticos peleaban con valor, haciéndose matar en sus posiciones, pero la blitzkrieg (columnas acorazadas, tropas motorizadas y artillería volante –el Ju 87 Stuka–), desarticulaba sus posiciones, aislaba sus unidades, cortaba sus comunicaciones y producía enormes bolsas que terminaban capitulando.
Las cifras de bajas infligidas a los soviéticos eran abrumadoras y Hitler esperaba que, de un momento a otro, Stalin se rindiera o que fuese derribado por un golpe interno. Como eso no pasara, comenzó a perder los nervios. El 4 de agosto se trasladó al sector central del frente a felicitar a sus tropas, que habían avanzado quinientos kilómetros dentro de la URSS, pero se quejó de lo mal que funcionaba el servicio de inteligencia y de los parones provocados por los soviéticos, la climatología o el terreno. Según el Estado Mayor, el enemigo había perdido millón y medio de hombres (700.000 muertos y heridos; 800.000 prisioneros) 12.025 blindados y 8.394 cañones y 5.000 mil aviones, pero también la Wehrmacht se desgastaba: 98.600 muertos y unos 300.000 heridos; transportes, blindados y aviones denotaban fatiga. Todos los jefes de carros solicitaban recambios (Guderian, cuyo 2º Panzergruppe contaba con 930 carros, pedía 300 motores). Con todo el 21 de agosto nada indicaba que peligrara su victoria: en 60 días habían avanzado 700 kilómetros y Moscú a 300 kilómetros parecía al alcance de la mano.
En aquel momento se produjo la más debatida decisión hitleriana en el curso de Barbarroja: cambió la prioridad política de Moscú por el carbón del Donets, el trigo de Ucrania y el petróleo del Cáucaso, enviado a Guderian, puño acorazado del Gr. Ejércitos Centro, al sur. Los responsables alemanes (Von Bock, Halder, Guderian) lo juzgaron un disparate: la victoria en Ucrania obligó al 2º Pz. G. a hacer un millar de kilómetros suplementarios y a olvidarse durante seis semanas de Moscú, su inicial objetivo. Para muchos ahí perdió Hitler su ocasión de vencer. Glantz y House, opinan que Hitler tenía razón, que Moscú –de haberse conquistado– no hubiera sido decisivo, que la operación de Ucrania era mucho más relevante y que los juicios negativos de los generales se hicieron a toro pasado.
Los alemanes alcanzaron los arrabales de Moscú, pero el termómetro bajó a menos 30º antes de que llegaran los equipos de invierno. Con pérdidas importantes y algunas rectificaciones de líneas resistieron y Hitler organizó una segunda gran ofensiva en la primavera de 1942. El objetivo era Ucrania, el Donets, Crimea, el Cáucaso... Pero cuando el éxito parecía sonreírle se empecinó con un objetivo propagandístico: Stalingrado, la ciudad de Stalin.
No está claro que la división de objetivos fuera la causa de la derrota alemana de Stalingrado y nuestros autores no se comprometen, aunque perseguir los dos objetivos a la vez era tan difícil que Hitler no logró ninguno.
Vuelta de la tortilla
Aquí la obra incide en dos características determinantes en la «vuelta de la tortilla». A finales 1942, el Ejército Rojo había perdido once millones de hombres (muertos, heridos, desaparecidos y prisioneros), pero en ese mismo lapso de tiempo, Stalin había reclutado 15 millones y sus generales comenzaban a saber manejar aquel nuevo tipo de guerra. Por el contrario, aunque las bajas de la Wehrmacht y sus aliados eran inferiores a tres millones, su capacidad de reclutamiento no podía remplazarlas; por ello, Stalin cada vez confiaba más en sus generales y Hitler, cada vez menos. Sus relevos empeoraron a las iniciales jefaturas.
En la terrible campaña del Este, aún logró Hitler lanzar una tercera ofensiva, mucho más modesta que las anteriores: el ataque contra el saliente de Kursk, en el verano de 1943. De aquel controvertido choque, Glantz y House, sacan algunas conclusiones: las fuerzas soviéticas estaban en superioridad humana, blindada y artillera, respectivamente: de 1,7 a 1, de 1,4 a 1 y de 2,5 a 1. Los alemanes fracasaron y tuvieron que retroceder y aunque sus bajas fueron inferiores, ya no lograrían recuperarse. La supuesta mayor batalla de carros de la Historia (1.200 soviéticos contra 1.500 alemanes) nunca existió; realmente combatieron 672 blindados contra 306. Los panzer causaron estragos, aunque, al final, su agotamiento les impidió aprovechar la ventaja.
Otro dato relevante. En el verano de 1944, en la operación Bagration, la Wehrmacht sufrió un castigo atroz: el hundimiento del frente y medio millón de hombres, pero el éxito le costó a la URSS millón y medio de soldados.
Un libro, en fin, relevante, desmitificador en varios aspectos, novedoso por alguna de sus fuentes y con una decena de cuadros estadísticos demostrativos del relieve de la guerra en la URSS, inmensamente mayor que la registrada en los escenarios europeos y africanos: las pérdidas de Alemania y sus aliados en el Este se aproximaron a 12 millones (muertos, desaparecidos, heridos, prisioneros), las soviéticas, a 28 millones; el resto de los aliados, en los occidentales, una décima parte de esa abrumadora cifra.