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La bola de cristal de Julio Verne

A pocos cuadra mejor el calificativo de visionario, pues en sus obras se adelantó al futuro. «Lo que un hombre puede imaginar otro lo puede realizar», decía.
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A pocos cuadra mejor el calificativo de visionario, pues en sus obras se adelantó al futuro. «Lo que un hombre puede imaginar otro lo puede realizar», decía.
Pocos príncipes de las letras me siguen fascinando hoy tanto como el francés Julio Verne (1828-1905), de quien devoré casi toda su obra siendo un adolescente. A él le debo haber dado varias vueltas al mundo, una de ellas en ochenta días junto a su protagonista Phileas Fogg; así como recorrer veinte mil leguas por el fondo del océano a bordo del «Nautilus», un submarino que funcionaba con electricidad generada en el mar; alunizar juntos en el interior de un proyectil lanzado al espacio desde un lugar muy próximo a Cabo Cañaveral, cuartel general de la NASA; explorar el centro de la tierra tras penetrar en el cráter de un volcán en Islandia; y hasta charlar con caníbales en África y con indios en las riberas del Orinoco.
¿Alguien concebiría que un autor describiese con semejante realismo y persuasión todas y cada una de sus sorprendentes aventuras sin haber salido de su casa? Si de algo estaba agotado Verne no era de viajar infinidad de kilómetros por tierra, mar o aire, como en su primer libro «Cinco semanas en globo», cuyo original fue rechazado sucesivamente por una quincena de editores hasta hacerle finalmente famoso con apenas treinta y cuatro años, sino por permanecer encerrado días enteros en su despacho de la torre de rojos ladrillos de su casa de Amiens. Gran culpa de sus grandes conocimientos de aerostática la tuvo su amigo Gaspard Felix Tournachon, experto tripulante de globos que dirigió estos servicios durante la Comuna de París. Pero eso ya es otra historia...
Verne escribía a mano sin desfallecer, con una férrea disciplina digna de encomio. Su portentosa imaginación no florecía hasta que le dolían los glúteos y la espalda se le quebraba tras sus prolongados encierros, cual conde de Montecristo. En una de sus salidas en «libertad provisional», pues su contrato con el editor Pierre-Jules Hetzel le exigía entregar un manuscrito cada seis meses, así durante cuarenta años, conoció precisamente a su regio pariente de las letras, Alejandro Dumas. La escena del primer encuentro entre ambos es auténtica, como la vida misma, aunque tratándose de Verne y de Dumas, si no lo advirtiésemos antes, podría parecer una aguda invención. Cierta noche, aburrido soberanamente como correspondía a su talante principesco de escritor, Verne escapó de una fiesta social lanzándose escaleras abajo montado en el pasamanos. Al final chocó con la panza de un hombre orondo que se disponía a subir. Era Dumas. Una conversación banal sobre las excelencias de la tortilla de Amiens, la cual Verne aseguró cocinar como nadie, despertó enseguida el voraz apetito del autor de «Los tres mosqueteros» hasta el punto de invitarle a su casa para degustarla de su propia mano. Fue el comienzo de una hermosa y fructífera amistad, cuajada, como la tortilla de Amiens, con el aprovechamiento que hizo Verne de la geografía aconsejado por su veterano amigo, veintiséis años mayor que él, igual que éste seguía haciendo entonces con la historia.
Verne logró cautivarme también, como a incontables legiones de lectores, por sus proverbiales dotes de augur. En sus obras funcionó la televisión mucho antes incluso de que Marconi, al decir de muchos, inventase la radio. Bautizó la televisión con el curioso nombre de «fono-teléfono». Pero no acabaron ahí sus inventos literarios que más tarde se plasmarían en las maravillas técnicas del siglo veinte. Aun viviendo en plena época victoriana, empleó helicópteros en sus aventuras medio siglo antes de que volasen los hermanos Oliver y Wilbur Wright. Leerlo para creerlo. Como el hecho de que fuera capaz de adivinar con asombrosa antelación otras muchas invenciones, incluido el submarino que ya hemos visto, además del aire acondicionado, aeroplanos, rascacielos, proyectiles dirigidos, tanques, y hasta luces de neón.
No era extraño así que el almirante Richard Evelyn Byrd, de regreso de su vuelo sobre el Polo Norte, asegurase que Julio Verne había sido su guía; ni que Simón Lake, uno de los padres del submarino, dejase constancia en sus «Memorias» de que nuestro protagonista había sido «el director general de mi vida».
Igual o más lejos aún fue el mariscal de Francia desde 1921, Louis Hubert Lyautey, al manifestar en el Parlamento en cierta ocasión que la ciencia moderna era la puesta en práctica de las visiones literarias de Julio Verne. Ni más ni menos.
El propio Verne solía decir: «Lo que un hombre puede imaginar otro hombre lo puede realizar». ¿Y quién fue Julio Verne, a fin de cuentas, sino un hombre adelantado a su tiempo, capaz de visualizar lo que luego sucedió?

El «heraldo de la tierra»

Julio Verne tampoco fue profeta en su tierra. Pese a ser el autor más leído de su generación, nunca lo eligieron miembro de la Academia francesa. Llegaron a burlarse incluso de su obra. La diabetes le consumió finalmente, mermándole la vista y el oído hasta su muerte, acaecida el 24 de marzo de 1905, a la edad de setenta y siete años. Entre su legado literario, dejó un libro muy desconocido pero cuya lectura es tanto o más apasionante que el resto: «El Diario de un periodista americano en el año 2890». La acción transcurre en Nueva York, llamada Ciudad Universal y erigida en capital del mundo. Posee un rascacielos de trescientos metros de altura. El clima está regulado y se obtienen cosechas en el Polo Norte. Los corresponsales de «El Heraldo de la Tierra», con ochenta millones de lectores, televisan noticias desde Júpiter, Marte y Venus... Así era Verne.
*Historiador

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