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«La casa de Jack»: Lars en los infiernos

No es la primera vez que el director exorciza sus demonios a través de sus protagonistas, buscando una alteridad que le sirva como depósito de sus contradicciones morales, sus tormentos artísticos, su Narciso autodestructivo
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No es la primera vez que el director exorciza sus demonios a través de sus protagonistas, buscando una alteridad que le sirva como depósito de sus contradicciones morales, sus tormentos artísticos, su Narciso autodestructivo.
Dirección y guión: Lars Von Trier. Intérpretes: Matt Dillon, Bruno Ganz, Riley Keough, Uma Thurman. Dinamarca-Alemania-Francia-Suecia, 2018. Duración: 152 min. Terror.
No es la primera vez que Lars Von Trier exorciza sus demonios a través de sus protagonistas, buscando una alteridad que le sirva como depósito de sus contradicciones morales, sus tormentos artísticos, su Narciso autodestructivo. Hubo un tiempo en el que ni siquiera necesitaba un actor para semejante reencarnación: que en ejercicios tan autoconscientes como «Epidemic» o «Las cinco condiciones» Von Trier se persone como centro de gravedad de su propio discurso, entre autopunitivo y celebratorio, no debe distraernos de su principal objetivo, esto es: «Una película tiene que ser como una piedra en el zapato», como proclamaba en «Epidemic». Precisamente sus filmes más polémicos –su obra maestra, «Los idiotas», manifiesto y a la vez certificado de defunción del Dogma 95; el subestimado díptico «Nymphomaniac»; la virtuosa, virulenta «Anticristo»– le retratan al mismo tiempo como demiurgo egoísta y víctima de sus propias estrategias traumáticas, sádico y masoquista, genio y fracasado, dos opuestos que luchan, en una balanza de pagos de una ética descompensada, por creer en el desequilibrio como fuente natural de la creación artística. Sus detractores, que son legión alimentada por su ego, acusarán a «La casa de Jack» de sublimación de su publicitada autoimagen como vacuo terrorista del cine europeo. Es innegable que identificarse con un asesino en serie que aspira a convertir su psicopatía en la obra de arte definitiva, a quien se le da voz y voto en su relación fáustica con un segundo narrador (un Bruno Ganz que tarda en aparecer en escena) sin que se le condene en su sangrienta ignominia, parece fruto de una necesidad de «épater les bourgeois» a cualquier precio. Tal vez lo más admirable del filme es su extraña sinceridad, la manera en que Von Trier vuelca su misantropía en un «antislasher» que, en sus evidentes arritmias y su indiscriminada crueldad, se empeña en rechazar al espectador a la vez que reclama su comprensión, diríamos que su empatía. Cómo si no entender que aproveche el verbo torrencial de su alter ego (un Matt Dillon felizmente recuperado para la ocasión) para reflexionar sobre su propia (ir)responsabilidad como artista, utilizando incluso planos de sus películas como imágenes mentales de esa logorrea, poniéndose máscara sobre máscara porque solo desde la paradoja, la discrepancia consigo mismo, parece capaz de contar la verdad. Podría decirse que esa verdad se repliega sobre sí misma como una versión pagana del pecado original, pero, al contrario que en sus películas sacrificiales, aquí no busca ninguna redención. Para qué, dice Von Trier, si todos nos merecemos arder en el infierno, incluso los que son inocentes, o creen serlo.
LO MEJOR
El impulso suicida que guía la propuesta es admirable, y Matt Dillon está magnífico, felizmente recuperado
LO PEOR
La innecesaria, tediosa dilatación del asesinato más largo jamás contado y algunas redundancias

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