Historia

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La muerte vaticinada de Enrique IV

Mientras los astrólogos hacían cábalas sobre el final del monarca, Francisco Ravaillac tomó la delantera y atravesó el pecho de éste con un cuchillo.

Acorralado. Grabado del momento en el que Ravaillac clava su cuchillo en el pecho de Enrique IV
Acorralado. Grabado del momento en el que Ravaillac clava su cuchillo en el pecho de Enrique IVlarazon

Mientras los astrólogos hacían cábalas sobre el final del monarca, Francisco Ravaillac tomó la delantera y atravesó el pecho de éste con un cuchillo.

Indagar en el proceso abierto al regicida Francisco Ravaillac, que acabó con la vida de Enrique IV de Francia el miércoles 14 de mayo de 1610, nos conduce por uno de los túneles más oscuros y espeluznantes de la Historia. Algunos astrólogos de la época ya habían vaticinado que la vida del monarca corría peligro de muerte. Cierto que uno de los más renombrados, La Brosse, no supo anticipar la fecha exacta del crimen, pero tampoco lo es menos que era «vox populi» ya entonces que 1610 constituía el año climatérico del reinado.

En Alemania, desde 1607, se predecía en un libro la muerte trágica del rey con 59 años cumplidos; libro, por cierto, que una vez introducido en Francia fue secuestrado y reducido a cenizas por orden del Parlamento de París. En España, sin ir más lejos, el teólogo Oliva había establecido la defunción de Enrique IV para 1609. Así estaban las cosas cuando la mañana del 14 de mayo de 1610 el monarca subió a su carroza, aparcada en el patio del Louvre. Sentado al fondo, el soberano no iba solo: los duques de Epernon y de Montbazon, Roquelaure, el general Lavardin, La Force, Mirabeau y el primer caballero Liancourt le acompañaban a bordo. Poco después de emprender la marcha, al llegar a la angosta calle de la Ferroniere, frente al cementerio de los Inocentes, dos grandes carretas cercaron el paso a la carroza real. De repente, un sujeto desconocido se abalanzó sobre ella y puso el pie en uno de los ejes de la rueda trasera, justo en el lado donde estaba sentado el rey, asestándole una primera cuchillada letal, entre la quinta y sexta costilla, que seccionó la vena cava; el homicida volvió a hundir el cuchillo de doble filo en el cuerpo regio, pero éste permanecía ya inerte y ensangrentado.

El asesino resultó llamarse Francisco Ravaillac, soltero de 32 años y vecino de la calle Angulema. El acceso al procedimiento judicial, cuatro siglos después, resulta hoy estremecedor. La investigación se encargó al presidente Jeanin, al secretario de Estado de Lamenie y al consejero de Estado Bullion.

Con el alma preparada

Ravaillac declaró con una pasmosa naturalidad esto mismo sobre el día del regicidio: «Salí de mi casa entre las seis y las siete de la mañana, y me fui a la Iglesia de San Benito, donde oí Misa». Necesitaba preparar su alma para atentar contra el quinto mandamiento de la Ley de Dios.

Pocas veces en la historia universal una sentencia de muerte resultó ser tan cruel y despiadada. Basta con reproducir un solo párrafo de la misma, dictada el 27 de mayo, para llegar a esa apabullante conclusión: «Será llevado a la Plaza de Greve [el condenado] en una carreta, desnudo, y en un cadalso que se levantará en ella será atenazado en los pechos, brazos, muslos y pantorrillas, teniendo en su mano derecha el cuchillo con el que cometió el crimen, que será quemado con fuego de azufre; y se arrojará al reo plomo derretido, aceite hirviendo y resina derretida, junto con cera y azufre también derretidos. Hecho lo cual, su cuerpo será descuartizado por cuatro caballos y consumidos sus miembros en el fuego [...] Saldrán del reino sus padres, con prohibición de no volver a entrar jamás en él, bajo pena de ser ahorcados sin causa previa [...] Se prohíbe también a sus hermanos y hermanas, tíos y demás familiares llevar en lo sucesivo el apellido Ravaillac».

Fuego de azufre

Y así fue. El día de la ejecución, su mano fue atravesada de un extremo a otro por un cuchillo hecho ascua en fuego de azufre. Se le desgarraron enseguida las carnes de las piernas con tenazas rusientes que le hicieron exhalar gritos espantosos. Por más que tiraron luego del reo cuatro caballos durante una hora interminable, no lograron desmembrar todo su cuerpo. El infeliz ya había expirado.

Inducido por la barbarie, el populacho se arrojó entonces como hiena hambrienta sobre el cadáver para descuartizarlo con cuchillos, espadas, bastones y lo que hiciera falta, arrastrando con furor implacable sus despojos por las calles de la ciudad, hasta incinerarlos para no dejar el menor rastro del infortunado. Así se puso fin a los días de Francisco Ravaillac, alto, fornido y pelirrojo, cuyo color del cabello puso de moda el corte de pelo «a lo Ravaillac». Ironías de la Historia. El hombre al que se quiso borrar de la faz de la tierra sin la menor compasión quedó «inmortalizado» durante muchos años en las peluquerías francesas.