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La segunda muerte de Manuel Piña

larazon

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Si el destino no fuese a veces tan cabrón, Manuel Piña haría temblar el Misterio en alguna pasarela. No le faltaba el coraje ni el talento. Hoy se cumplen veinticinco años de su muerte y los percheros deberían ondear a media asta. Aquel hombre, parche en el ojo, pirata de secano destinado a enloquecer a las mujeres con sus propios cantos de sirena como parte de una vesánica tripulación, navega en el olvido. La política es el arte de hacer el ridículo. El tránsito en el Ayuntamiento de Manzanares y en el Ministerio de Cultura, donde nadie sabe ya quién mandará si es que tal afán es posible en España, han apartado su memoria. Lo que podría ser el año Piña es un paréntesis yermo en el que los genios se columpian mientras los mediocres dan cuerda a sus relojes para que el tiempo los mantenga en la poltrona. Solo un museo en Manzanares de recomendable visita enciende la llama.
Piña es, pues, un maestro para el que no han encontrado discípulos. Un emperador sin caballo. Un rey en tierra de nadie. En la Pasarela Cibeles de aquellos años, sus vestidos hacían estallar bombas de racimo. Jamás las modelos encontraron mejor motivo para sentirse vivas. No eran muñecas que hablasen a través de un ventrílocuo. Movían el cuerpo con su propio espíritu ceñidas a un traje de punto, un volante en cascada y un tacón de esos que llaman de vértigo en el sentido que daba Hitchcock a la palabra. El amor a la mujer más allá de la muerte. Piña no fue un asterisco a pie de página sino una letra mayúscula que abría el capítulo de un relato tejido en sus talleres. De estar entre nosotros, Piña sería un Almodóvar de la costura, terco y asombroso, capaz de producir estupor en corazones congelados. No merece esta palabrería que mañana será ceniza esparcida en el cementerio de los obituarios a deshora sino un homenaje público como es debido.
Los nuevos diseñadores han de aprender de su historial de éxitos y fracasos, parejos a una industria que entonces no terminaba de despegar y que dejó a mucho modista en la cuneta. También a Piña. Su impudicia le llevó a extremos que fueron imposibles de digerir. «Si se hubiera centrado en el punto que es lo que controlaba tal vez no habría caído en la ruina», dicen los que pasados los años aún emociona su recuerdo. En aquel tiempo la moda parecía banal y una mariconez. Pero el hombre que llegó del pueblo supo levantarse como un héroe sin zapatos. Hasta que llegó su enfermedad. Para eso también se adelantó al miedo y confesó que padecía sida cuando era una maldición sin cura. Una tarde nos citó a Lola Carretero y al que esto escribe en su tienda de la calle Valenzuela, a escasos metros de la Puerta de Alcalá para contarlo: «Tengo sida y vida». Asomaba ya la señal del desahucio pero aún con su mantra en las venas: «Y si no hay viento, habrá que remar».