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La sombra de un maestro sin discípulos

La personalidad musical de Camarón se forjó mucho antes de que fuera famoso y de que su nombre se convirtiera en leyenda
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La personalidad musical de Camarón se forjó mucho antes de que fuera famoso y de que su nombre se convirtiera en leyenda.
¿Y si el palmito adolescente de José Monge Cruz no hubiera asombrado a Antonio Mairena en la Feria de Sevilla o hubiera asaltado a un vagón de tercera junto con Alonso Núñez «Rancapino» para desembarcar en Madrid? ¿Y si hubiera tomado la alternativa como torero en vez de tomarle jindama al morlaco que le soltaron en un festival benéfico que le buscó su compadre Curro Romero, Arte y Majestad? ¿Y si no hubiera mal grabado aquel primer disco que hizo con Antonio Arenas, o no hubiera conocido en Málaga a Miguel de los Reyes y la voz larga de Antonio El Chaqueta, el empleo fijo discontinuo en el tablao de Torres Bermejas? ¿Y si no hubiera conocido a Paco de Lucía no importa dónde, quizá allí mismo, en los billares de Callao, en una fiesta con los Domecq o en casa de Parrilla, cuando al amanecer todavía pretendían comprobar lo guapas que eran aquellas chicas gitanas al despertarse?
Veinticinco años después de la desaparición de Camarón de la Isla, el mito a menudo se traga al personaje y el personaje difumina a la persona. Los fabricantes de ucronías pretenden aún negar su vida al completo, poliédrica, imposible de contener en un puñado de palabras, porque como suele ocurrir con quien no tiene el encefalograma plano, el gitano rubio escondía un palacio detrás de una fachada muy humilde.
El «flashback» de la historia podrá sorprenderle en su omaíta final, ¿qué es lo que tengo?, en Badalona con su Chispa al lado y proseguir hasta su nacimiento bajo la dignidad pobre de una fragua, cuando el padre hacía alcayatitas gitanas y su madre le cantaba incluso antes de nacer. Es cierto que atrajo el interés internacional a partir de su aparición en el Festival de Montreux o a raíz de que el pintor Miguel Vallecillo le llevase a Le Cirque d´Hiver de París y los muñidores de leyendas porfiarán si era cierto que Stevie Wonder y Michael Jackson pretendieron adquirir sus derechos por un potosí, pero su gloria está más cerca de la historia real que de las fabulaciones más o menos ciertas: desde sus escapadas a la Venta de Vargas, donde Caracol no llegó a decirle todavía aquello de «canta gracioso», a su educación espartana en la casa madrileña de Antonio Sánchez Pecino, bajo el mismo techo que Francisco Sánchez Gomes y Pepe de Lucía o Ramón de Algeciras.
Camisas y canutos
De ahí sus discos con la colaboración especial de Paco de Lucía, entre canasteras de invención mutua e invencibles rosamarías, tamizadas por fotos «kistchs» o impecables instantáneas de Pepe Lamarca intercambiándose camisas y canutos. O su declaración de independencia, «La leyenda del tiempo», un disco en el que la mano del productor Ricardo Pachón se juntó con su profundo instinto de búsqueda. Pero, por entonces, ni gustaba todavía a las muchedumbres su voz de alto campanario ni los coqueteos entre el flamenco, el rock, el jazz y la canción de autor que aquel disco propuso fueron aceptados desde el primer momento por una sociedad española que también vivía, a trancas y barrancas, una transición musical y no solo política.
En ese disco no estuvo Paco de Lucía y emergió Tomatito, como ya su eterno escolta al toque, aunque el de Algeciras reapareciera con cierta frecuencia en su vida o en sus grabaciones, desde «Como el agua» a «Potro de rabia y miel», que se grabó cuando a José ya empezaba a dolerle el costado y principiaba su via crucis por hospitales y templos, desde El Prendi al culto de la Iglesia de Filadelfia.
Veinticinco años después de su muerte, su trono sigue vacío porque él nunca fue una monarquía canónica sino una república heterodoxa en la que aprendió de sus maestros, pero no les imitó jamás: sus tangos de la Repompa nunca fueron un clon de los de la Repompa, ni los aires de La Perla fueron miméticos, ni se notó la huella del Chaqueta más allá de la soleá que le dedicara, mediados ya los años 80, con letra de Antonio Humanes. Fue genuino, personal, intransferible. Que nadie busque a sus discípulos entre sus imitadores sino entre aquellos que sigan mirándose por dentro, buscando un matiz distinto a cualquier estilo en una remota venta de carreteras, rastreando las gargantas de los viejos y asumiendo que, aunque la vida sea lo que sea, mientras nuestro corazoncito hierva, seguiremos vivos.
Resulta baladí plantearnos ahora la ucronía fundamental de entre todas ellas: ¿qué hubiera sido de Camarón sin Paco o de Paco sin Camarón? Los tenemos juntos, casi indisolubles, como ventrílocuos mutuos: el cantaor que sabía tocar la guitarra y el tocaor que se ocultó detrás de ella porque era tan tímido que no se atrevía a cantar fuera de su burladero de madera. Lo terrible es que, a lo largo del último cuarto de siglo, en lugar de estar celebrando su prodigioso encuentro, han abundado más las discusiones contables sobre muy discutibles deudas y royalties. Pura ficción, en la mayor parte de los casos. Otra leyenda, pero negra.
Ellos en cambio, al unísono, siempre practicaron la magia blanca. Mucho más allá de «Canastera», el estilo que crearon juntos y que, si nadie lo remedia, morirá con ambos. Aunque sigan siendo inmortales.