Historia

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Las miserias del ideólogo de la «solución final»

Llegadas de trenes a campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial
Llegadas de trenes a campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundiallarazon

El problema del mal sigue dando quebraderos de cabeza hoy día a la filosofía y la teología y parece que la historia lo ha dejado un tanto de lado cuando nunca se debería soslayar entre las causas del devenir histórico. Dos facciones filosóficas, que podríamos personalizar en Epicuro y Leibniz, discuten desde antiguo la conciliación del mal con una providencia que rige el mundo hacia lo mejor y la rama del pensamiento conocida como teodicea intenta rebatir la aparente paradoja del argumento del mal. Y es que hay momentos en la historia en los que resulta ciertamente difícil abrirse paso entre tantas tinieblas. El caso emblemático y quizá la cúspide del mal en la historia para muchos autores es el nazismo y la tiranía de Hitler, pero sobre todo la atmósfera moral en la que se desarrolló. No es un caso único, ciertamente, y cabe recordar otros gobernantes de la historia antigua, medieval o moderna bajo los que se cometieron atrocidades sin cuento. Por ejemplo, un libro como «Tiberio, historia de un resentimiento», de Gregorio Marañón, nuestro médico humanista, nos recuerda hasta qué punto el mal puede tener orígenes en la educación, la experiencia o incluso en el código genético de cada uno y cuáles son las motivaciones de un político para volverse objetivamente malvado –aunque la subjetividad se discuta– y para desafiar las leyes más elementales de la moral, asentadas durante milenios de historia. Pero lo más interesante del mal inserto en la comunidad sociopolítica es, sin lugar a dudas, su extensión a modo de podredumbre por todos los estratos del sistema. Si en el caso de Tiberio, Marañón nos recuerda magistralmente el ambiente opresivo de las delaciones masivas y espontáneas y las casi inmediatas ejecuciones sumarias que mantuvieron aterrorizada a la población, el caso del nazismo y sus estribaciones morales en el marco de la sociedad sigue siendo una cuestión ampliamente debatida.

Pocas veces tenemos, empero, un testimonio de primera mano de lo que podríamos llamar los ideólogos del mal: no se detiene el tirano o el malvado a tomar notas personales en las que se puedan atisbar las causas de su comportamiento. Todo lo más se puede justificar por escrito o a modo de propaganda, en obras nefastas como el célebre «Mein Kampf» (tal vez el único libro cuyo derechohabiente ha vetado sistemáticamente su reproducción), o es glosada por sus sucesores inmediatos. Sin embargo, en el caso del nazismo, contamos con los testimonios sobrecogedores de dos diarios personales que han sobrevivido, anotaciones que no fueron realizadas con la intención de salir a la luz y que dicen mucho de lo que fue aquel movimiento que logró implicar de una u otra manera a la mayor parte de la sociedad de la culta Alemania de entreguerras hasta desembocar en horror de todos conocido. Se trata de los diarios de Joseph Goebbels, ministro de propaganda del Reich, y de Alfred Rosenberg, ministro para asuntos del Este e ideólogo fundamental del nacionalsocialismo. Se trata, además, de una coincidencia muy notable, pues estos autores representan las dos caras del nazismo: pragmatismo atroz y expresión contenida y sencilla para el uso de consignas por las masas, en el caso de Goebbels, frente a teorías alambicadas, prosa compleja y contradictoria personalidad, en el de Rosenberg. Se da el caso además de que ambos se odiaban y hay referencias mutuas en sus diarios privados que permiten atisbar algo más del ominoso mundo de quienes controlaban el Tercer Reich. Si nos asomamos al abismo de su crueldad cotidiana, comprobaremos, como ya atisbó genialmente la pensadora Hannah Arendt, aquello que denominó la banalidad del mal: veremos a personas grises, funcionariales en el peor sentido, dedicadas a sus miserias, a medrar y a conspirar en el entramado de terror cotidiano que creó el nazismo a costa de los débiles y oprimidos. Aunque Arendt se refería sobre todo a los estratos inferiores, engranajes y a los funcionarios mediadores del siniestro aparato estatal nazi, la banalidad se puede encontrar también en el supuestamente gran ideólogo, cuyas ideas son más bien de vuelo bajo.

No esperemos ninguna genialidad en las mentes que concibieron el Holocausto o la devastación de Europa en nombre de un nacionalismo exacerbado. Vislumbramos sobre todo a Alfred Rosenberg en sus diarios como un personaje muy de segunda fila en todos los sentidos. El ideólogo y padre de lo que Hitler llamaba «la Iglesia del nacionalsocialismo» era un alemán del báltico con especial querencia por las tierras eslavas, pese a que en sus teorías eran arios degenerados. Tuvo desde muy pronto un papel preponderante en el NSDAP y acabó nombrado ministro de los territorios ocupados del Este, en cierto modo relegado del núcleo central del poder. Su actividad era ante todo la teorización racial y la planificación, a partir de 1941, de la llamada «solución final».

Filosofía y esoterismo

Seguidor de los clásicos racistas del Conde de Gobineau y de H.S. Chamberlain y autor de farragosos escritos de absurda filosofía nazi y esotérica en busca de la nación aria perfecta, Rosenberg es sin duda uno de los casos más interesantes del mal concretado en una forma de gobierno y una filosofía que, por más burda que nos parezca hoy día, llevaron a la comisión de los actos acaso más execrables de la historia. Aunque era en secreto despreciado por su mala prosa y tono pseudo-religioso por los otros jerarcas nazis y el propio Hitler consideraba «incomprensible» su célebre libro «El mito del siglo XX» (1930), Rosenberg se labró una fama de ideólogo del movimiento y su obra exitosa para la causa nazi fue la base teórica del Tercer Reich en su legislación racista. Sus diarios acaban de ser editados por dos expertos reconocidos, los profesores Jürgen Matthäus, director del Centro Jack, Joseph y Morton Mandel para estudios avanzados del Holocausto (Holocaust Memorial Museum) y Frank Bajohr, director del Institut für Zeitgeschichte de Múnich, se han traducido también al español (A. Rosenberg, Diarios 1934-1944. Editorial Crítica). Esta edición, provista de estudios preliminares, un copioso aparato de notas y bibliografía, índices detallados y documentos adicionales, representa un tesoro imprescindible, un archivo detallado de noticias para todo aquel que desee acercarse a esta época y adentrarse en la personalidad de uno de los protagonistas del nazismo. Se sorprenderá el lector al encontrar oportunismo, inseguridad, miserias, desacuerdos, tachones y balbuceos, al lado de la soberbia, la crueldad y la maldad esperadas. Junto a sus diatribas pseudocientíficas contra los judíos –la idea de establecer una reserva de confinamiento en Madagascar se contiene aquí– destaca el feroz anticlericalismo de Rosenberg, al lado de comentarios y análisis, la mayor parte desacertados, de la situación política internacional. Son los apuntes personales a lo largo de diez años de un triste burócrata que no habría merecido ni una nota a pie de página en la historia de no ser porque se dedicó a idear, justificar y disertar, cuando no a ejecutar, los crímenes más terribles.

Se constata, en fin, la banalidad del mal de la que hablaba Arendt y la pobreza de espíritu de Rosenberg, el antisemita, anticristiano y cínico responsable de conceptos como el «espacio vital», la «raza superior», el «arte degenerado» o la «solución final». Su final es bien conocido: poco después del final de estos diarios, que terminan el 3 de diciembre de 1944, fue arrestado por la policía militar norteamericana en Holstein en mayo de 1945. Procesado en Núremberg, Rosenberg fue finalmente sentenciado a la horca como el criminal de guerra que fue. El problema del mal, en cambio, sigue aun muy vivo.