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Las rutas españolas de Verne

Los Pirineos no fueron impedimento para que el espíritu del francés llegara a inocularse en las mentes de algunos españoles que siguieron el imaginario del autor como si de pistas de un tesoro se tratase.
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Los Pirineos no fueron impedimento para que el espíritu del francés llegara a inocularse en las mentes de algunos españoles que siguieron el imaginario del autor como si de pistas de un tesoro se tratase.
«Durante muchos años, el capitán visitó todos los océanos, de un Polo a otro. Paria del universo habitado, recogió en los mundos desconocidos admirables tesoros» («La isla misteriosa»). Tesoros que Verne dejó más allá de sus libros, éstos no eran más que pistas que seguir o píldoras contagiosas. El genio escondió los cofres en las mentes de sus seguidores. Los enterró en el fondo de los imaginarios de cada uno de los osados que se atrevían a abrir sus obras o a interesarse por la vida de uno de los hombres más inspiradores que se han conocido. Probablemente, nombres tan sonoros como Shakespeare o Cervantes sean incapaces de equipararse a todo lo que el autor francés ha generado, dentro y fuera de los textos. Sólo en el mundo de las letras le alcanzan. ¿En el resto de parcelas? Ni de lejos.
Más que un apellido
Y es que Verne, capaz de abrir las mentes de sus lectores hasta el infinito, ha conseguido reconvertir su apellido en un concepto único. En un adjetivo que recoge el espíritu de sus obras, y por tanto el suyo, y que logró empapar a las élites –entendidas como aquellos que cambiaron buena parte del mundo– de todo aquello que le daba vueltas por la cabeza para llegar hasta el límite de su imaginación. Así, «verniano» se podría definir como el mejunje que forman la aventura, los lugares exóticos y vírgenes, el ansia por romper barreras, por construir los medios que conquisten la profundidad de los mares y la lejanía del espacio... En definitiva, toda esa ciencia ficción que encerró en sus relatos y que este numeroso grupo supo interpretar para continuar con su inimaginable legado.
Porque su herencia –sus tesoros– es su particular «ciencia-ficción» –entre comillas, porque bien se podría llamar realidad–. Jules Gabriel Verne no escribía después de una revelación diván, durante el sueño o tocado por una varita mágica que le hacía ver cosas que nadie podía ni esbozar. El de Nantes fue un auténtico loco de las bibliotecas y de la lectura, lo que le llevó a interesarse especialmente por la ciencia –truncando el deseo de su padre de verle convertido en abogado–. Tal fue la curiosidad por este campo que terminó devorando todo tipo de publicaciones y artículos que rozasen la ciencia futurista de aquel entonces. Es por ello que sus historias, por disparatadas que pudieran parecer, siempre estaban al alcance de la mano. De ahí sus aciertos y anticipaciones. Conocía los caminos que se iban a seguir, aquellos que se tomarían en un futuro más cercano que tardío y se dedicó a dejar buenas pistas de ellos en sus obras. Un mapa del tesoro perfecto para que sus lectores y enamorados pudieran continuar sus pautas, sus rutas. Cubrió todos los campos posibles, ya fuera por tierra, del África más calurosa a los helados polos; por mar, llegando a una remota «isla mágica» o surcando los fondos con el «Nautilus» del capitán Nemo; o por aire, con modernos globos y con naves que iban «De la Tierra a la Luna».
Así, no son pocos los nombres que se dejaron llevar por este impulso y fueron cubriendo aquellos caminos por los que sólo la mente y la pluma del francés habían pasado antes. Quién no recuerda a Phileas Fogg y su «Vuelta al mundo en 80 días», pues en poco se quedó cuando Nellie Bly logró imitarle en sólo 72 días como enviada especial de «The World». O ese trayecto Tierra-Luna que Verne escribió y que Méliès cinematografió después para que Yuri Gagarin lo imaginase una y cien veces hasta decidirse por la astronáutica –como él mismo confesó– y terminar convirtiéndose en el primer hombre en el espacio. Inspiración que también sintió el mítico Neil Armstrong. Y así se podría seguir una lista que se llenaría con nombres como Byrd, Offenbach, Mendeleiev, Shackleton, Orson Wells... En su mayoría coetáneos y repartidos por todo el mundo, incluida España. Porque aquí también llegó la fiebre verniana.
El más sonado de todos quizá sea Isaac Peral, uno de los ingenieros más reconocidos de la historia y heredero perfecto del «Nautilus» con el que soñó Verne durante 20.000 leguas. Logró trasladar el caparazón del capitán Nemo a la realidad, aquella arma submarina de tracción eléctrica se hizo realidad con él. Para su desgracia, no tuvo el apoyo necesario y una campaña de desprestigio le obligó a terminar explorando nuevas patentes eléctricas.
Por la tecnología también optó un hombre de Segorbe (Castellón), Julio Cervera Baviera. Trabajó con Marconi en las pruebas que algunos apuntan como la primera demostración exitosa de radio. Antes, ya había tomado parte en al exploración y colonización del norte de África. Ingeniero, comandante, liberal y masón: no le faltaba de nada para protagonizar alguna fantasiosa novela. Y si Cervera se quedó al norte del Sahara, Manuel Iradier Bufly fue más allá. Quién sabe si invadido por el espíritu de «Cinco semanas en globo», con catorce años anunció en público su intención de ir a África Ecuatorial. Dicho y hecho, pues en 1873 las palabras del niño se convirtieron en algo real con su paso al otro lado del Estrecho, estancia que se cobraría la vida de su hija por malaria. Años después, en un segundo intento de hacerse un nombre en el continente negro, Iradier realizó un viaje que terminó con la anexión a España de la actual Guinea Ecuatorial.
Pero no todos iban a tener los pies en el suelo. Otros dos nombres contagiados por Verne, Juan Olivert y Jesús Fernández Duro, decidieron que su camino estaba en el aire. Si bien es cierto que el último, asturiano de nacimiento, en 1902 realizó el que hasta el momento se consideró el trayecto más largo realizado en coche: Gijón-Moscú-Gijón –10.000 kilómetros–, pronto le dio por probar suerte en las alturas y con su globo, el «Alcotán», marcó otro hito: primer aeronauta en cruzar los Pirineos en uno de estos aparatos –Pau-Guadix fue el viaje–. Por su parte, Olivert logró levantar un aeroplano con motor en España antes que nadie.
Con menos espíritu aventurero, pero con el ideario verniano intacto, se mostraron Ramos Carrión, uno de los dramaturgos cómicos del momento, que se atrevió a reescribir «Los hijos del capitán Gran», –versionada en 2001 por Paco Mir–, y Enrique Rambal, actor, director, autor y empresario teatral que adaptó hasta la saciedad a Don Julio Verne. También en el mundo del arte se encontró Segundo de Chamón con el padre de Nemo, pero esta vez fue en el cine. Discípulo de Mélièr, se atrevió con filmes como «Excursion dans la Lune» y «Voyage au centre de la Terre».
Uno a uno, gota a gota, poco a poco. Como si de una enfermedad se tratase, las historias del francés fueron calando en cada lector hasta hacerle «perder la cabeza», con tal de superar los límites de su imaginación y de la del hombre que les guiaba, Verne.