Lerroux, el político que intentó una República liberal (y fracasó)
El político catalán, polémico y populista, de cuya muerte se cumplen mañana 70 años, intentó fundar un régimen liberal de consenso, «para todos los españoles» que chocó contra Azaña
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El político catalán, polémico y populista, de cuya muerte se cumplen mañana 70 años, intentó fundar un regimen liberal de consenso, «para todos los españoles» que chocó contra Azaña.
En la primera escena de «Ninette y un señor de Murcia», una de las magistrales obras de Miguel Mihura, llega a París un señorito murciano buscando aires nuevos. Allí le han encontrado una pensión barata, regentada por una pareja de exiliados de la Guerra Civil. En la recepción, la dueña se empeña en demostrar al nuevo huésped que en su casa «tendrá toda la libertad que quiera», y le enseña tres retratos: los de Pablo Iglesias, Lenin y «Don Alejandro Lerroux».
Era una mezcla absurda, no ajena a la dictadura franquista, durante la cual se publicaron en España dos obras de Lerroux: «Mis memorias» (1963) y «La pequeña historia» (1964). El personaje, sin embargo, se mantuvo en la penumbra. La Segunda República se puso de moda como tema historiográfico y de divulgación durante la Transición. La línea marcada por el comunista Tuñón de Lara se impuso con facilidad. La mitificación del periodo, adornado con todo tipo de falsas bondades, alcanzó a algunos dirigentes como Azaña. Mientras el líder de Izquierda Republicana concitaba elogios a pesar de su comportamiento poco democrático, otros formaban parte del paisaje. Era una injusticia, o una manipulación, que afectó a dos figuras decisivas: Alcalá-Zamora y Alejandro Lerroux.
Democracia, no revolución
Lerroux era un personaje incómodo en las décadas de 1970 y 1980. Populista, españolista cuando hizo falta, enfrentado al nacionalismo catalán y a toda dictadura, ya fuera la de Primo de Rivera o la comunista. Es más; era un republicano que, lejos de apropiarse del régimen, entendió que esa forma de Estado solo era el continente para una democracia pluralista, conciliadora, no revolucionaria. Esto le separó de los historiadores de la Transición, que buscaban emociones fuertes. Mientras proliferaban las biografías y estudios sobre Manuel Azaña, cuya vida desde 1934 no debería estar en las antologías de los estadistas demócratas, Lerroux permanecía en el olvido, sin un estudio completo. Ese vacío lo ha llenado Roberto Villa, profesor de la Universidad Rey Juan Carlos, con la obra titulada «Lerroux. La República liberal».
Lo atractivo del personaje, como se ve en el libro, no es tanto su populismo, sino su evolución en el convulso proceso político de la España del siglo XX. La trascendencia de Lerroux y su actualidad, no estuvo por tanto en que encarnara una fórmula populista y anticatalanista orquestando un republicanismo obrerista que le convirtió en el «Emperador del Paralelo», en un líder capaz de crear una poderosa estructura movilizadora y simbólica. El interés de Lerroux está, salvando a Emilio Castelar, en su intento de articular un republicanismo liberal, centrípeto, que se arrogaba el papel de moderador de una política cada vez más crispada.
Desde un primer momento populista, izquierdista y anticlerical, cuando Lerroux creó su Partido Republicano Radical en 1908, aquel mismo que acogió a Clara Campoamor, fue girando hacia la concepción de una democracia de todos, no de partido. No le hizo falta ser un intelectual, aunque sí fue un gran publicista en periódicos como «El País» y «El Progreso», y tampoco le invalidó el participar en la conspiración republicana de 1930. Nunca pensó que unas elecciones municipales, las del 12 de abril, trajeran la República. Lerroux, dice Villa, «se quedó boquiabierto» cuando supo que Alfonso XIII se había ido. A partir de ahí intentó, según decía, una «República de todos los españoles», de reconciliación de los viejos republicanos con los monárquicos. Por esto fue orillado por Azaña y el PSOE, más atentos a construir una República revolucionaria para su uso exclusivo que, como temía Lerroux, provocó una reacción favorable a partidos al «margen del régimen». La CEDA ganó las elecciones de 1933, pero Lerroux formó gobierno y acabó contando con los cedistas de Gil-Robles, quienes salvaron al régimen de un trance dificilísimo «al romper con los monárquicos y unirse a los radicales», dice Villa. Las izquierdas amenazaron entonces al presidente Alcalá-Zamora e iniciaron los preparativos revolucionarios. Lerroux no vaciló, y aplastó el golpe de 1934, pero la República ya estaba tocada de muerte. Luego vino el fraude del 36, de cuyo estudio es coautor Roberto Villa, y la dictadura «más o menos disfrazada» del Frente Popular. Por eso Lerroux aceptó el golpe de julio del 36, aunque poco después criticó el protagonismo de falangistas y carlistas porque ya sabía que la salvación estaba en la ley y en la libertad, en esa República liberal que defendió.
Su casa fue una checa y luego cuartel falangista
El exilio en 1936 fue demoledor también para Alejandro Lerroux, pues arrasó con su obra y actividad política. El Círculo Socialista del Este requisó su casa, la destrozó, robó e instaló una checa en el sótano. Supo, además, que muchos de sus correligionarios habían sido fusilados por los republicanos. En 1939, terminada la contienda, una comisión militar ocupó su domicilio, y un grupo de falangistas saqueó su villa de Gudillos. Fue procesado después por pertenencia a la masonería y absuelto en 1945. La dictadura, finalmente, permitió el regreso de su mujer, quien murió sola en 1943. Más tarde, Lerroux volvió a España en 1947 con la advertencia de que no iniciara, a sus 73 años, ningún movimiento político. Don Alejandro se quedó en su casa, recluido, hasta que dos años después le llegó la muerte.