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Allan Poe, más allá del crimen

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La mitomanía, el encanto y misterio aún hablan de Edgar Allan Poe, de continuo objeto de interés, su vida y su obra. En una madrugada de 1849 moría en Baltimore, adonde se había trasladado en barco desde Richmond para dar una conferencia. Desoyendo los consejos de los médicos, que le aseguraban que no sobreviviría a la siguiente borrachera, se había entregado a la ebriedad esperando a que saliera el tren que lo iba a llevar a Filadelfia. Su traductor Julio Cortázar cuenta cómo fue hallado semiinconsciente en una taberna e ingresado en un hospital, donde durante cinco días «se quemó en terribles alucinaciones, en luchar con las enfermeras que lo sujetaban, en llamar desesperadamente a Reynolds, el explorador polar que había influido en la composición de “Gordon Pym”». «Que Dios ayude a mi pobre alma», fueron sus últimas palabras.
Este fin aciago y autodestructivo del fundador del género detectivesco, el narrador que elevó a categoría artística la trama de asesinatos y argucias policiales en cuentos como «El escarabajo de oro» o «La carta robada», el creador del detective Dupin, protagonista de cuentos como «El crimen de la calle Morgue», tiene un reverso sobrio y culto de enorme interés. Nos referimos a su faceta como crítico literario, que en español conocíamos gracias al libro que Alianza publicara en 1981, «Ensayos y críticas», en edición de Cortázar, hace mucho descatalogado. Por eso son tan oportunos ahora, con traducción y prólogo de Antonio Rivero Taravillo, estos «Ensayos completos I» que, también, incluyen una introducción de Fernando Iwasaki, quien en su día dirigió junto a Jorge Volpi la edición comentada de los «Cuentos completos» de Poe para Páginas de Espuma.
Los años más rabiosos
El peruano nos presenta el volumen haciendo referencia a «un material jugoso, divertido y extraordinario. A saber, los análisis y reflexiones sobre poesía, narrativa británica y crítica literaria publicados entre 1835 y 1845 en revistas y periódicos de Boston, Nueva York, Filadelfia y Baltimore durante los años más fértiles, rabiosos, lúcidos y miserables de Edgar Allan Poe, entonces autor marginal y apenas conocido por una selecta minoría». Y por su parte, Rivero Taravillo nos recuerda que poco se sabe «de su amplísima obra crítica, que casi siempre excede el ámbito de la reseña para convertir sus lecturas y opiniones en auténticos ensayos, llenos de lecciones para los escritores en ciernes y aun para los consolidados». Ciertamente es así, sobre todo a la hora de profundizar en los aspectos más destacados, por lo bueno o por lo malo, de cada obra poética o narrativa, pues Poe se explaya a gusto y no tiene inconveniente alguno en hacer comentarios mordaces y contundentes.
Artificio retórico
Es el caso de autores como Charles James Lever, que tuvo un gran éxito de ventas por su novela «Charles O’Malley» pero en el que Poe no ve ningún mérito literario y sí innumerables aspectos fallidos. Asimismo, el joven crítico no tendrá reparo alguno en criticar la obra de un autor tan reputado como Thomas Babington Macaulay, como si los pensamientos de este historiador inglés fueran mero artificio retórico y no hubiera detrás nada sólido que los sustentase. Así las cosas, tenemos un volumen que en su reunión tiene un mismo hándicap y aliciente, esto es, conocer autores y obras por completo desconocidos para nosotros hoy en día, como William Harrison Ainsworth –su novela es «una acumulación ingeniosa de pedantería y ampulosidad, y una sarta de disparates»–, Eaton Stannard Barrett –de cuya principal obra dice que es una copia del «Quijote»–, Henry F. Chorley –al que elogia por sus «extraordinarias habilidades», etc...
En todo caso, como bien dicen los prologuistas, es genial acompañar a este Poe cuando reacciona, exigente y sincero, ante las diversas novedades que le llegaban a la redacción del periódico de turno para el que trabajara. Muy especialmente, se le ve disfrutar leyendo a escritores que sí ha recordado la historia, como Edward Bulwer-Lytton, de «agudo talento» y del que llega a decir que nadie lo supera; Elizabeth Barrett Browning, de la que se declara ferviente admirador; Samuel Taylor Coleridge, al que idolatra; William Hazlitt, «un crítico brillante, epigramático, inesperado, paradójico y sugerente», Daniel Defoe, sobre el cual escribe brevemente acerca de su «Robinson Crusoe», y, sobre todo, Charles Dickens. Poe solo era unos pocos años mayor que el narrador londinense pero ya apreciaba en él una calidad descomunal, en especial con respecto a «La tienda de antigüedades», novela que «posee más originalidad en todos sus puntos, pero sobre todo en carácter, que cualquier obra que conozcamos».