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El lector implacable

larazon

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Como a menudo ocurre, conocer las lecturas del escritor al que admiramos dice mucho sobre su propia obra. En el caso de Coetzee ya tuvimos esa ocasión gracias a «Costas extrañas. Ensayos, 1986-1999», unos años estos del subtítulo que coincidían apro-ximadamente con la época en que el premio Nobel 2003 estaba en el clímax de su obra narrativa, con la escritura de las primeras entregas de su autobiografía novelada, «Infancia» y «Juventud», y su gran novela, «Desgracia». Más tarde, ninguna otra obra estaría a la altura de estos textos; el autor desarrollaría experimentos metaliterarios con más o menos fortuna, caso de «Elizabeth Costello» (2004) y «Diario de un mal año» (2007), tan interesantes como irregulares, mientras que en «Verano» –la tercera entrega de sus memorias–, el punto de vista lacónico y contenido de sus piezas mayores desaparecía para dar paso a un corolario de voces que creaban más incertidumbres que certezas. Todo lo cual no mejoró, antes al contrario, con la que es por ahora su última novela, «La infancia de Jesús», que recreaba una especie de utopía asfixiante y retrógrada.
Lo que no ha cambiado en Coetzee es su refinado y amplio gusto literario, su gran dedicación en lo que respecta al aparato crítico que maneja y que da cuenta del penetrante estudio que hay, en muchas ocasiones, detrás de cada ejercicio de comprender el libro analizado, del trabajo de bibliografía y documentación, de la estructura y claridad de sus ideas.

Un juicio inflexible

Así, «Costas extrañas» obedecía a distintos propósitos: al deseo de enmarcar al autor elegido desde el punto de vista sociopolítico (Naguib Mahfuz, Salman Rushdie), a la consideración general de la literatura de cierta época (el decimonónico inglés Samuel Richardson), a la disección lingüística cuando se trataba de obras traducidas al inglés (Borges), al ámbito del ensayo y la filosofía poética (Joseph Brodsky) o al detalle biográfico (Amos Oz, Doris Lessing). Y siempre con un juicio inflexible, profundo, transparente, e, incluso, demasiado concreto, pues no era extraño encontrar resúmenes pormenorizados de las obras leídas.
En la conferencia incluida en aquel libro, «Qué es un clásico», también incorporada a esta recopilación de ensayos dividida en dos volúmenes (y traducida por Pedro Tena, Eduardo Hojman, Javier Calvo y Ricard Martínez i Muntada), Coetzee ya sorprendía por lo ambicioso de sus presupuestos al analizar el motivo del título por mediación de la poesía de T. S. Eliot y la música de Bach; todo ello con un ligero filtro autobiográfico que nos trasladaba a los descubrimientos artísticos narrados en «Juventud».
Era sobre todo en los comentarios sobre libros traducidos donde Coetzee se lucía, implacable, hablando de un libro que estudiaba la dificultad de traducir a Rilke, de una versión de «El castillo» de Kafka, de los diarios de Musil y de una biografía sobre Dostoievski. Coetzee demostraba tener armas de filólogo, mirada de historiador y una sensibilidad artística compuesta de precisión poética e intensidad narrativa.
Lo cual tuvo continuidad en «Contra la censura», donde volvía a adentrarse con profundidad en cuestiones complejas: por un lado, encontramos textos orientados al localismo sobre autores surafricanos, la censura y la relación entre el escritor y el Estado; y por el otro, textos que buceaban en asuntos de historia y filosofía, como «Erasmo: locura y rivalidad», incluido en «Las manos de los maestros» también, donde hablaba del «Elogio de la estupidez» asociándolo al tema de la locura desde la mirada de diversos filósofos.
Pero lo más interesante del libro era cómo Coetzee reflexionaba sobre las exigencias del realismo socialista en la Unión Soviética y cómo el silencio devino la mejor respuesta para una serie de autores, caso de Zbigniew Herbert, cuando los comunistas ocuparon el poder en Polonia; texto que ahora podemos leer en esta edición preparada por el propio autor, que ha seleccionado algunos de los ensayos citados más otros del libro «Mecanismos internos», que comentaba indiscutibles clásicos del siglo XX, y varios inéditos para nosotros.

El burro Platero

Es el caso de «Arthur Miller y “Vidas rebeldes”», «Philip Roth y su crónica de la plaga», «Goethe y “Las desventuras del joven Werther”», «Sobre Hölderlin», «Ocho formas de mirar a Samuel Beckett», «El joven Beckett» o «Iréne Némirovsky, escritora judía», por citar los autores más familiares para el público en general, pues igualmente Coetzee deja un espacio para analizar las letras de su continente, como se ve por medio del ensayo «El diario de Hendrik Witbooi», sobre el líder de Namibia que resistió la invasión alemana a finales del siglo XIX y comienzos de la pasada centuria.
Pero sin duda lo más sorprendente es ver el artículo que el escritor ha dedicado a «Juan Ramón Jiménez: “Platero y yo”»; en él, explica que tradicionalmente ha sido considerado como un libro infantil, aunque «hay muchas cosas que le resultarán duras a un niño impresionable», y añade la idea de que hay que fijarse en los otros ojos que observan todo aparte de los del propio Juan Ramón en su natal Moguer: los del propio Platero, pues no en vano es mediante el intercambio de miradas cuando el vínculo «entre hombre y bestia se renueva constantemente». Sólo se tratan de tres páginas, pero Coetzee consigue captar la esencia de la obra –«Jiménez no humaniza a Platero. Humanizarlo sería traicionar su esencia de asno»–, y tal cosa sirve de ejemplo sobre có-mo el escritor de Ciudad del Cabo penetra en la más alta literatura; tanto, como en asuntos adyacentes a ella que merecen atención, como en el tan interesante «Trabajar con traductores».