Hockney y la «mona Dietrich»
David Hockney ha roto con los libros de arte convencionales y ha propuesto una historia de las imágenes que salta por encima de las habituales divisiones estilísticas y periódicas, estableciendo un estudio comparativo que va desde Altamira hasta las pantallas actuales, un camino sinuoso, continuo, pero no siempre recto, que está salpicado de relaciones, influencias, paralelismos y notables coincidencias, y donde los significados de «moderno» y «primitivo» quedan invalidados. En vez de un texto narrativo, profesoral, de tesis, ha abordado este este reto desde una perspectiva más ambiciosa, y bastante más ágil, a través de un extenso diálogo con el crítico Martin Gayford, qui-zá porque la conversación, una de las primeras formas de la filosofía, es una manera de ahondar en las reflexiones y permite testar las ideas, llevar el pensamiento más allá del horizonte personal.
Hockney, del que ahora se expone una selección de sus últimos retratos en el Museo Guggenheim de Bilbao, resulta una figura clásica, que a sus ochenta años todavía mantiene viva una mirada juvenil, como de estudiante díscolo. Es un pintor que no se limita al esfuerzo del lienzo, que su preocupación por lo artístico rebasa el margen de la paleta, va más allá del pincel, que ha mostrado siempre un inu-sual interés por las posibilidades creativas de la contemporaneidad, desde la fotografía hasta las tabletas, sin despreciar ninguna –ha creado collages con polaroids y ha realizado pinturas de gran tamaño con el iPad–.
Este británico, que huyó en la década de los sesenta a California, donde descubrió una luz casi inverosímil para un inglés; una luz que almediodía privaba al mundo de sombras, ha cultivado desde sus tempranas etapas de formación, una vertiente teórica que le ha llevado a redescubrir las técnicas olvidadas de los viejos maestros, como desveló en «El conocimiento secreto», un documental en el que reveló cómo los hermanos Van Eyck (Jan y Hubert), Caravaggio, Vermeer o Van Dyck, entre otros, emplearon lentes en la composición de sus cuadros.
Su curiosidad por comprender qué ocurrió entre Giotto y Masaccció, «porque Van Eyck no surge de la nada», le condujo a esa investigación. Las preguntas que Hockney se ha planteado esta vez y que le han impelido a escribir este libro provienen de otra arista: ¿Por qué se han creado las imágenes? ¿Qué es lo que significan? ¿Cómo se han hecho? ¿Qué reconocemos en ellas? ¿Por qué unas envejecen y otras conservan su modernidad? ¿Qué convierte una obra en arte? ¿Qué es real? ¿Qué es verdad? ¿Qué hace que un trazo sea algo memorable? Para dar respuesta a estas cuestiones acude a una historia comparativa que pone en un «tête à tête» a Disney y Warhol, Tiziano y Michael Curtiz, Lucien Freud y Van Gogh, por ejemplo, sin orillar, el arte chino o el impacto de la fotografía y el cine.
Perspectivas
Su análisis arranca con una preposición: la imagen es un testimonio del artista, más que el reflejo de la realidad. Y a partir de este preámbulo procede a una historia de la creación de las imágenes. Un recorrido en el que establece varios debates, como las ventajas y los inconvenientes de la perspectiva isométrica y lineal, la importancia de la luz y las sombras (en la pintura occidental no existieron siempre y el arte chino ha prescindido de ellas durante siglos), el poder de las imágenes y su relación con las religiones o el poder y el reto, común a los artistas de todas las épocas, de representar el tiempo y el espacio; de recoger la realidad tridimensional en una superficie bidimensional.
En este libro, Hockney enseña a mirar, a reparar en aspectos de las obras de arte que permanecen ignorados, resalta los secretos que suelen esconder y obliga a fijarnos en detalles que pasan desapercibidos, como la relación del tiempo y la pintura, y cómo las horas que un artista ha empleado en la ejecución de un cuadro es un rastro que el público puede percibir. El artista, que establece uniones originales, que tiende puentes entre Oriente y Occidente, señala brechas y facturas en el discurso artístico, como el momento decisivo en que los impresionistas salieron a la naturaleza y recuperaron una pintura ejecutada a través de los ojos y no hecha por mediación de aparatos ópticos y concluye con una preocupación: la pérdida de las imágenes almacenadas en los ordenadores. Hockney ha publicado un libro hecho a partir de preguntas, no de afirmaciones, donde la cuestión de si el arte progresa carece de sentido. Lo importante de una imagen es la imagen, no cuándo se hizo.