Historia
La cucaracha que se convirtió en hombre
La literatura de temática homosexual cobra un pleno sentido consciente a principios del pasado siglo y finales del anterior con la obra de Oscar Wilde, Proust y Gide. Entre nosotros y contemporáneamente, Terenci Moix, Eduardo Mendicutti, Luis Antonio de Villena, Cristina Peri Rossi o el Rafael Chirbes de «Mimoun», aquella espléndida primera novela, conforman un imaginario narrativo donde la sexualidad gay adquiere el significado de una transgresora lucha íntima y, con frecuencia, se convierte también en el vehículo de una decidida denuncia social. A esta tradición argumental se suma ahora «El amor del revés», de Luisgé Martín (Madrid, 1962), una novela autobiográfica ambientada en los primeros años de la Transición, coincidentes con la adolescencia y primera juventud del autor, que constituye un potente ejercicio rememorativo de catárticas implicaciones personales. Las primeras intuiciones del narrador sobre su condición homosexual surgen entre el miedo, la culpa y el autoengaño fruto de una educación sentimental deudora de la oscurantista e inacabable postguerra. Con desinhibida sinceridad, detallada memoria de los primeros escarceos amatorios, enfrentado a la homofobia del ambiente y al inicial rechazo de la propia condición sexual, el autor recorre aquí un universo de encuentros furtivos, bares de ambiente, intencionadas miradas cruzadas la sórdida escenografía de ciertos cines, saunas y urinarios públicos. Sin morboso efectismo ni excesos melodramáticos, bajo la sombría amenaza del sida, el anhelo de una relación estable y la asumida soledad de un problemático autorreconocimiento, este libro radiografía, con honesto rigor y valiente minuciosidad, la emotividad homosexual. Proliferan los referentes literarios: Cernuda y su empeño por comprender el deseo erótico, la extrema sensibilidad estética de Gil-Albert, el decadentismo del Thomas Mann de «Muerte en Venecia» o el exquisito refinamiento proustiano de «En busca del tiempo perdido». Y de no menor entidad es la cruel identificación que el narrador establece entre sí mismo y la kafkiana cucaracha de «La metamorfosis», como dura expresión ideográfica de su, en un tiempo, clara desubicación social. Hallamos también una pautada meditación sobre el inevitable paso del tiempo, la añorada juventud, el poder de la belleza, las limitaciones de la edad madura y las demoledoras expectativas de la vejez. No se ahorra la mirada autocrítica que muestra el engreimiento narcisista, la insensata promiscuidad o el egotismo desmedido, evidencias de la persistente búsqueda de la auténtica personalidad.
¿Final feliz?
Superados los miedos e incertidumbres, episódicas relaciones y fortuitos encuentros, leemos: «En abril de 1998 conocí a Axier. En el 2000 empezamos a vivir juntos en mi casa. En 2003 compramos una casa más grande y nos mudamos a ella. En el 2006, cuando el Código Civil lo permitió, nos casamos». (pág. 268). ¿Final feliz?; las últimas palabras de este inteligente y luminoso libro nos previenen de que «ningún final es feliz: si es feliz, no es todavía el final». (pág. 272). Más allá de la impresionante desnudez autobiográfica, destacael tono sencillo, cotidiano y normalizador con que se aborda una sentimentalidad esencialmente liberada.
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