La Emily Dickinson del Bronx
Ozick –todavía al borde del Nobel– no ha tenido mucha suerte en nuestra lengua. «El mesías de Estocolmo» o «El Chal», acaso su obra perfecta, fueron editadas a principios de los noventa, en el desaparecido sello Montesinos, y no ha sido hasta hace poco cuando la coetánea de Capote, Mailer, Gore Vidal o Roth ha sido rescatada por Lumen. Para el lector lego en la obra de esta narradora norteamericana, hija de inmigrantes judíos lituanos, sirva decir que retoma la herencia literaria procedente del realismo decimonónico. Escriba lo que escriba no hay nada que le importe más que una frase con abundante tuétano, lo que ha empujado a la crítica de medio mundo a clasificarla como una esteticista heredera de la tradición modernista, y heredera directa de su admirado Henry James –en quien se doctoró–. Cincela sus textos «frase a frase», liberada de la tiranía de la subjetividad y afanada en crear historias que deben interpretar el mundo.
De los diecinueve distinguidos relatos, escritos entre 1971 y 2008, tres, al modesto entender de quien esto escribe, merecen especial atención, en tanto que contienen la esencia de esta «Emily Dickinson del Bronx». El primero sería «El rabino pagano». Su importancia radica en que no es hasta ese momento cuando el judaísmo se establece como fuerza dominante en su obra. Tiene como protagonista a un rabino, Isaac Kornfeld, que, tras haber abrazado la herejía de Spinoza y haberse visto forzado a elegir entre valores judíos y gentiles, acaba por ahorcarse con un talit... Como muchos de sus relatos, desde éste, trata de lo que significa ser judío y su trascendencia. Señala su compromiso con un punto de vista predominantemente religioso y, por supuesto, ético, según el cual el arte se convierte en escenario de confrontación de ideologías. «Levitación», a decir de Foster Wallace, es un ejemplo de lo mágico de la ficción. Vuelve al tema de la identidad judía, sus matices, manifestaciones y significados. «Virilidad» es sencillamente delicioso. Una narración satírica sobre la poesía que termina adentrándose en los pilares medulares de nuestra sociedad: la emigración, las clases, la memoria histórica, la identidad y las desigualdades de género. Ozick no tiene interés literario por «lo nuevo» ni le motiva la ruptura con lo antiguo, sino el hecho de seguir indagando en el eterno enigma humano; como una auténtica picapedrera de lo genuino.