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London en el gueto de Londres

larazon

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El futuro creador de Ebenezer Scrooge, Oliver Twist, Samuel Pickwick, David Copperfield, las pequeñas Nell y Dorrit y tantos personajes inmortales, Charles Dickens, vio de niño cómo su familia se veía obligada a mudarse varias veces de casa por culpa de las estrecheces económicas y huir de los deudores que acosaban a su padre; para colmo, en medio de esas mudanzas, su madre tenía que dejarlo con alguien de su confianza. El pequeño Charles tendría que hacer caminatas de cinco kilómetros para ir a la fábrica de betún en la que tuvo que emplearse, por una «zona de infectos recovecos y callejones» frente al Támesis, como cuenta su biógrafo Peter Ackroyd, y en la que debía trabajar diez horas al día por un sueldo miserable, recién cumplidos los doce años. En suma, un niño ubicado en un medio humilde, abandonado a su suerte y rodeado de almas corruptas: el escenario con el que Dickens desplegó toda su fuerza narrativa y que salía del conocimiento directo del Londres más dramático y precario.
Esas calles de la capital británica son las que el mismo autor retrató en sus artículos costumbristas con los que se hizo famoso con poco más de veinte años, las calles donde Conan Doyle puso a caminar a Sherlock Holmes, las calles que miraba la Mrs. Dalloway de Virginia Woolf. Ésta, en un texto de 1931, habla de cómo «la calle es un criadero, una dinamo de sensaciones. Del pavimento parecen brotar horrendas tragedias». Pero tal vez no haya habido artista que mejor haya captado tal tragedia que aquel que tuvo el coraje de disfrazarse de hombre mísero y adentrarse en esa parte del este de la ciudad, tan penoso, que había sido donde Jack el Destripador había arrancado la vida a cinco prostitutas y que hoy es una de las áreas bohemias predominantes donde lo «vintage» y lo «cool» atraen al joven y al artista. Nos referimos a Jack London.
«La gente del Abismo» (traducción de Javier Calvo), como dice en el prólogo Ian Sinclair, «es intencionadamente sensacionalista: los horrores reglamentados del asilo para pobres, la mala salud, la explotación, el hacinamiento, la enfermedad, la muerte prematura. Todo esto exacerbado por los efluvios del alcohol». London va a Londres en 1902 como hará George Orwell, otro escritor comprometido en el plano político, treinta años después con un propósito similar pero con mucha menos enjundia, como se refleja en «Sin blanca en París y Londres», relato de marcado acento autobiográfico sobre su absoluta falta de dinero y las amistades que va haciendo al compartir pobreza, hambre y desesperada necesidad de encontrar un empleo en los barrios bajos de ambas capitales.
Sinclair habla del libro en clave preorwelliana y lo emparenta a la ciencia ficción, calificando de «morlocks» a las pobres gentes que malviven en condiciones infrahumanas, relacionándolas con monstruosos personajes que vivían en el subsuelo en «La máquina del tiempo» de H. G. Wells. Y, ciertamente, esas criaturas de destino aciago con las que se va encontrando London sólo le van a proporcionar una imagen de podredumbre extrema, pues como dice al comienzo «en ninguna parte de Londres puede uno escaparse de la visión de la pobreza abyecta, puesto que allí donde uno se encuentre siempre hay un barrio marginal a menos de cinco minutos andando». Él se adentrará en el East End tras comprarse unos cuantos harapos y hacerse pasar por un marinero desempleado, lo que le facilitará «ver, por vez primera, a la clase baja inglesa cara a cara, y conocer cómo era en realidad».

Una máquina de matar

Esa realidad no podrá ser más dura. London, que usa como epígrafe para cada una de sus crónicas, de pulso narrativo sobresaliente y la aparición de un sinfín de personajes cercanos y espontáneos, cita con tino a Aldous Huxley, otro icono literario de la ciencia ficción, mediante esta frase rotunda: «Os aseguro que no encontré nada peor, nada más degradante y desesperado, nada que resulte, ni de lejos, tan intolerablemente triste y deprimente como la vida que dejé atrás en el East End de Londres». En su alarde de valentía y atrevimiento, a London no le importa dónde va a dormir y las condiciones insalubres a las que hará frente allá por donde vaya: conoce a un joven borracho –«un despojo humano prematuro»– que casualmente le ofrece una habitación donde pasar la noche, y comprueba enseguida que «los niños crecen y se convierten en adultos corrompidos, sin vigor ni resistencia», por culpa de «los gérmenes de enfermedades que pululan en el aire del East End».
«Descenso», «infierno», «margen», «ineficacia», «gueto», «precariedad de la vida», «suicidio», «lamento del hambre» son algunas de las palabas empleadas para titular la serie de impactantes veintisiete prosas que componen «La gente del Abismo». En suma, el barrio «es literalmente una gigantesca máquina de matar» repleta de mujeres que se desloman haciendo paños u hombres que se dejan la piel en los talleres a cambio de un auténtico sueldo de miseria; de personajes dickensianos trabajando doce, trece, catorce horas al día, en jornadas que empiezan en la madrugada, para subsistir sin una mínima dignidad hasta que son engullidos, mediante la ina- nición, el frío o la tisis, por el último de los abismos.