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Memorias del francotirador que hizo temblar al Tercer Reich

Un libro recupera las notas que escribió Vasili Záitsev, el héroe de Stalingrado. «En los primeros días de la batalla, mataba cuatro o cinco alemanes diarios», asegura. La obra es un viaje al infierno que supuso el frente ruso para todos los soldados. Describe cómo usaban maniquíes como señuelos para engañar a los alemanes
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Cuando Vasili Záitsev llegó a Stalingrado el 21 de septiembre de 1942, la esperanza de vida de un soldado ruso en el frente era de veinticuatro horas. El fuego de mortero y los bombardeos de los Stukas, Heinkels y Me 109 habían reducido la ciudad a un montón de escombros. Las unidades de reemplazo observaban desde el horizonte las explosiones de los combates que se libraban entre incendios y columnas de humo. En el interior, los veteranos, hambrientos, exhaustos y con los uniformes quemados y desgarrados, peleaban con ahínco para mantener la defensa. Habían convertido las plazas y edificios derruidos en trincheras y fortines donde protegerse. Combatían por cada metro de tierra y cada baja resultaba una derrota dolorosa. «Se lucha calle por calle y casa por casa. Hay fuego por todos lados, los alemanes atacan con lanzallamas. Por todas partes llueven chispas que se te meten por el cuello y prenden en la ropa. Hay sectores donde no se puede ni respirar», narró el camarada Iván Lebedev, un combatiente soviético herido, al paso de unas tropas de refuerzo. Desconocía que, entre esos hombres, había uno que ayudaría a cambiar el rumbo de la batalla. Provenía de los Urales, de cazar lobos, zorros y cabras salvajes. Su abuelo le había enseñado a permanecer oculto en el bosque, a seguir el rastro de las presas en la nieve y encontrar sus guaridas; a mimetizarse con la naturaleza y pasar desapercibido delante de los animales que perseguía. Jamás imaginó que aquellas viejas lecciones le ayudarían a sobrevivir en el horror de Stalingrado. La guerra había reducido la próspera urbe a un verdadero infierno, un lugar donde ardía hasta la superficie del río. Para impedir la retirada y aguantar las diferentes ofensivas, las tropas de Moscú repetían un lema acuñado en el fragor de los asaltos, una salmodia con cierto tono fúnebre: «No tenemos a donde huir. Para nosotros no hay tierra más allá del Volga».
Entre las ruinas de los almacenes y las fábricas –los sectores que los alemanas ocupaban por la mañana volvían a reconquistarlos los rusos por la tarde– creció el mito de Vasili Záitsev. Su nombre llegó a pronunciarse con respeto en los cuarteles de Berlín. La Wehrmacht, con el paso de las semanas, recurriría a sus mejores tiradores para abatirlo. Los mandos de Hitler empezaron a preo- cuparse por los muertos que producía su puntería. «Cada día desde mi llegada había matado, de media, cuatro o cinco alemanes», reconoce el ruso en «Memorias de un francotirador», que publica ahora Crítica. Záitsev emplearía su mentalidad de cazador para matar nazis. Y lo hizo con un balance estremecedor: 242 alemanes, incluidos más de diez francotiradores.
Una buena jornada
Su paciencia resultaba letal. Igual que su astucia, como revela en uno de los episodios que narra. Sucedió en la colina de Mamáiev, cuando divisó a varios soldados del Reich portando cubos de agua (uno de los bienes más preciados en ese mundo de gargantas resecas). Su compañero, Kolia, entusiasmado con el blanco, ya había levantado el fusil para disparar, pero él le detuvo con esta frase: «Les concederemos un día de gracia». Záitsev no lo hizo por piedad, sino por ambición y venganza. A las pocas horas aparecieron los altos mandos, el botín que buscaba: «De pronto un oficial nazi corpulento y bien acicalado dobló la esquina por una de las trincheras. En la guerrera llevaba una insignia de coronel. Detrás de él iba un francotirador con un precioso fusil de caza con una potente mira. Otros dos oficiales aparecieron por la misma esquina de la trinchera. Uno de ellos era un mayor con una Cruz de Caballero con Hojas de Roble. Detrás de él caminaba un coronel fumando un cigarrillo sujeto a una larga boquilla». Lo que añade es el corolario de una buena jornada de guerra: «Nuestros disparos silbaron, tres por persona. Apuntamos a la cabeza, como exige el manual, y cuatro de los nazis cayeron al suelo expirando el último aliento».
Los barrios de Stalingrado acabaron transformándose en un tablero de ajedrez para los contendientes. Cada posición resultaba valiosa y los francotiradores desempeñaron un papel esencial para detener al enemigo. Záitsev lo reconoce en un pasaje bastante clarividente: «Éramos sólo seis. Nos instalamos en las ruinas de una pequeña casa. Los alemanes marchaban en formación. Los dejamos acercarse hasta unos trescientos metros de nosotros y entonces empezamos a disparar. Había unos cien alemanes. Los cogimos por sorpresa y se detuvieron. Uno de ellos cayó, luego otro, luego un tercero. Se tardan dos segundos en disparar, y los fusile SVT usan cargadores de diez balas. En cuanto se aprieta el gatillo, el arma se carga y expulsa el casquillo anterior. Matamos a cuarenta y seis alemanes».
Cazando al enemigo
A lo largo de sus memorias, Záitsev cuenta cómo aprendió a disparar y desvela las tácticas que usaba en Stalingrado. Aparte del reconocimiento del terreno –para él, esencial–, había que «elegir la posición de tiro allá donde el enemigo cree que no es posible establecerla». La experiencia –después de pasar por un difícil episodio que casi le cuesta la vida– le enseñó que debían cambiar de lugar con frecuencia: «No disparábamos más de dos o tres tiros desde la posición e intentábamos disponer de cuantas posiciones falsas pudiéramos». Záitsev describe las trampas que tendían, como los maniquíes que utilizaban como señuelos para engañar a los tiradores alemanes. A lo largo del relato intercala consejos –«si estáis más altos que el enemigo, usad un visor pequeño; si estáis más bajos que el enemigo, usad un visor grande»– y algunas lecciones prácticas: «Uno nunca puede fiarse de sus primeras estimaciones; siempre hay que añadir al menos un 10 por 100 de la distancia calculada para estar seguro. Y algo más: cuando alrededor de uno todos son armas disparando, el aire se calienta y parece volverse líquido. Es un espejismo debido al calor y hace que el objetivo parezca hallarse a menos distancia de la real. Hay que tener esto en cuenta y añadir unos metros, o disparar un tiro de prueba con un objeto próximo al blanco para evaluar correctamente la distancia y acertar».
Záitsev recomendaba tenacidad, paciencia (podía permanecer días enteros camuflado y sin apenas moverse) y saber localizar los nidos de ametralladora. Las estadísticas acababan por dar la razón a su entrenamiento: «Un francotirador sólo necesitaba diez segundos para apuntar y disparar con precisión, por lo tanto, en un minuto, tenía la posibilidad de disparar al menos cinco balas. Se tardaba treinta segundos en cambiar el cargador. Según esos cálculos, en un minuto, diez francotiradores eran capaces de matar hasta cincuenta soldados enemigos». Con el tiempo, Záitsev sintetizó todas esas emociones en una frase que resume en qué consistía su trabajo: «Una de mis pasiones era observar el comportamiento del enemigo. Veía a un oficial nazi salir de un búnker con aires de gran señor, dar órdenes a sus soldados con gesto autoritario. Sus secuaces cumplían su voluntad, sus deseos y sus caprichos al pie de la letra. El oficial no tenía la menor idea de que no le quedaban más que unos segundos de vida».

Un soldado de película

Vasili Záitsev no es como aparece reflejado en la película «Enemigo a las puertas» (2001), donde lo interpretaba Jude Law. Para empezar, no era un analfabeto, como refleja la cinta. Záitsev sabía escribir, leer y era licenciado universitario. De hecho, después de la guerra llegó a ser profesor de Ingeniería en la Universidad de Kiev (a pesar de las heridas que sufrió en los ojos durante el asedio de Stalingrado y que casi le dejan ciego). A diferencia de lo que se cuenta en este filme, era un comunista convencido. Formaba parte del Komsomol (Unión Comunista de la Juventud) y el Partido Comunista. Recibió la Estrella de Oro de Héroe de la Unión Soviética, el máximo honor de su país. Lo que sí es cierto es una pequeña hazaña: mató a un francotirador alemán deslumbrándole con un espejo.