¿Qué haces con el dinero, Scottie?
Ni por el pasado ni tan siquiera por el futuro. Tampoco por las moscas y los mosquitos. Ni siquiera por los padres, los placeres o las muñecas. No hay que preocuparse por nada de eso. Mejor hacerlo por el coraje, la higiene, la eficiencia, la equitación y pensar en lo siguiente: ¿a qué aspiro realmente? Éstas son algunas de las cosas que Francis Scott Fitzgerald le escribía a su hija entre los años 1933 y 1940, en una época en la que la pequeña Scottie estaba entrando en la adolescencia y en un contexto que se antojaba demasiado difícil para ella: su madre, Zelda, estaba ingresada en una clínica psiquiátrica y su padre, repleto de deudas y después de haber sido uno de los escritores más importantes de la década de 1920, no paraba de trabajar en Hollywood, escribiendo guiones y adaptando libros para la gran pantalla.
Publicadas por primera vez en castellano (y que saldrán a la venta el próximo 6 de mayo), «Cartas a mi hija» es un compendio de lo mejor que un padre le puede decir a la suya, desde las materias que debe cursar hasta la clase de amistades que ha de tener, a quién debe frecuentar, el abuso del alcohol, los estudios, la literatura, los viajes, aunque tampoco olvida el progenitor las preocupaciones por el destino del dinero, como le escribe Fitzgerald en 1939, que le hace llegar de manera asidua: «Cuando tengas tiempo hazme algo así como un presupuesto de lo que hiciste con el dinero que te envié. Entiéndase: calcula más o menos adónde fue a parar».
Así, en estas misivas cargadas de afecto, no se destacan solamente los hermosos consejos del autor de «El gran Gatsby». En ellas también se trasluce la vida turbulenta de que disfrutó, que va camino hacia su lenta demolición (murió de un ataque al corazón en 1940) pero en quien persiste por encima de cualquier otro sentimiento el amor por una hija de quien espera que viva «a la altura de lo que proyecté para ti desde el primer día». Eso, nada menos.