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Violencia y sangre sin ton ni son

larazon
  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

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Quien disfrute con las orgías sangrientas de violencia gore y brutalidades «splatter», «El cazador» es su libro de cabecera. Hay tantas y tan sanguinolentas, con tiros, autogiros envueltos en llamas y personajes absurdos que se acuchillan sin la menor explicación que si el lector logra suspender la incredulidad durante 600 páginas satisfará tanto sus instintos criminales como la sed de venganza y el derramamiento de sangre gratuito y liberará además sus demonios interiores.
Lo bueno es que el lector, ciertamente excitado por un ritmo narrativo endiablado, que ignora a dónde va, puede refocilarse en esta orgía sin la menor culpabilidad. ¿El precio? Olvidarse de la trama, de un argumento lógico y abandonarse sádicamente a la tensión y a la acción. Alfred Hitchcock, famoso mirón, sabía hasta qué punto el lector es incapaz de sustraerse a la escena sádica, ya fuera identificándose con el sádico como padeciendo el goce masoquista del sufrimiento del otro. Así actúa en «El cazador» el detective Joona Linna y la bella policía Saga Bauer –calco de Lisbeth Salander–, cayendo en todos los tópicos de una intriga brutal. Ambos han protagonizado en las anteriores cinco novelas de la saga momentos memorables, pero en ésta han decido arriesgar: subidón de adrenalina, sangre a gogó y una trama tan endeble como dislocada.
Un caos inconsistente
El problema de una historia incoherente, personajes estereotipados y dispersión argumental tiene un precio: el desinterés del lector a medida que se da cuenta, hacia la página 200, que la novela es un caos inconsistente. O abandona la lectura furioso o sigue atrapado en el morbo de un intriga sin tino. Es cierto que, tras el ridículo inicial de los servicios secretos, aparece la clásica trama del despiadado criminal en serie, el «spree killer», un «asesino itinerante» cuyo modelo es el del Instituto de Columbine. Ansioso y desquiciado, su motivación sexual está en el origen pero no en su explosión de ira, que le hace asesinar a cuantos considera responsables de su sufrimiento. Pero el cazador de Kepler no responde a esta tipología, es un asesino en serie.
Ante tal amenaza, la Policía decide excarcelar al detective Joona Linna, único capaz de dar caza al cazador con su inteligencia casi omnisciente. Solo él sabe adelantarse a los acontecimientos. Su capacidad de relacionar, encajar y descifrar los signos es prodigiosa. Su cerebro funciona como una vieja máquina de cálculo, hasta se oyen los engranajes mecánicos al encajar. Su proverbial inteligencia analítica tiene que ver más con la ciencia infusa que con el pensamiento racional. Eso resulta gracioso, y ridículo, pero engancha. Aunque carezca de significado alguno en la obra. Una explicación plausible es que los autores andan sin otro norte que llenar páginas de intensa intriga y acción que justifiquen la capacidad de Linna para «descubrir la constelación específica, encontrar el algoritmo, resolver el enigma». Poca cosa para una novela sin planteamiento, infinitos nudos y un desenlace previsible. Y, sin embargo, engancha.