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Maeso, sobrevivir para poder contar

Crítica reedita el testimonio que Ignacio Mata recogió de su tío abuelo Adolfo Maeso, que sobrevivió a la Guerra Civil española, a la Segunda Guerra Mundial y al campo de concentración nazi que, precisamente, da nombre al libro: «Mauthausen»
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Crítica reedita el testimonio que Ignacio Mata recogió de su tío abuelo Adolfo Maeso, que sobrevivió a la Guerra Civil española, a la Segunda Guerra Mundial y al campo de concentración nazi que, precisamente, da nombre al libro: «Mauthausen»
Al igual que Simon Wiesenthal, Adolfo Maeso estuvo en el campo de concentración de Mauthausen, uno de los más mortales y más famosos del Holocausto. El primero estuvo por ser judío y el segundo por defender y ser coherente con unos ideales. Allí pasaron los peores años de sus vidas, cuatro y cinco, respectivamente. Inmersos en esos pozos, los dos se hicieron fuertes como buenamente pudieron y ambos, después de una larga estancia jalonada de sufrimientos, sobrevivieron. No les quedaba otra, había que contarlo. Wiesenthal, austrohúngaro de nacimiento, dejó testimonio del infierno en sus libros «Los límites del perdón» y «Max y Helen» y en su incesante trabajo como cazador de nazis, que convirtió su nombre en un azote para los que colaboraron con el genocidio nazi. Maeso, convertido en altavoz del horror desde su liberación, también quiso dejarlo por escrito en «Mauthausen. Un republicano español en el Holocausto», que ahora se publica en la editorial Crítica. Se podría decir que es el denominador común de muchos de los supervivientes de los campos de concentración de la Alemania de Hitler: hacer de sus angustias un manual de lo que no se debe repetir. Narrar lo vivido. «Nunca más», escogió como lema el de Manzanares (Ciudad Real). Y no descansó hasta que lo consiguió. Persiguió ese sueño durante años: convertir en texto lo que vio y sufrió en tierras austriacas desde el año 41 hasta el 45. Malos tiempos para estar allí. Y como cómplice se buscó al nieto de su hermano, Ignacio Mata Maeso. Quedaban en Barcelona, punto intermedio entre sus dos casas –Madrid y Toulouse–. Allí se pulsaba el botón rojo de «rec» que tenía la grabadora y Adolfo sacaba todo lo que tenía dentro para que no cayera en el olvido, el principal enemigo para todos los que padecieron el exterminio alentado por Hitler y su camarilla. Lo hizo cada vez, hasta quedarse vacío, hasta notar que no le quedaba nada más en el estómago y sólo sentía la acidez de la bilis y el escozor de una garganta en carne viva. Lo suyo son historias que «rompen la cintura» –como señala Jordi Évole, el prologuista de esta edición–. «Cada página se la arrancaba del cuerpo. Literal –dice Mata–. Teníamos que parar cada cierto tiempo para dar un paseo y enfriar la situación para buscar otra de confort. Fue una experiencia tremenda».

- Dar y morir

Meses de viajes, quedadas, ajustes, para terminar unas memorias que, como todas las que pertenecen a este acontecimiento, son imprescindibles para que las nuevas generaciones sepan lo que ocurrió y sean conscientes de lo que se hizo en los campos de concentración de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Se consiguió. La galerada definitiva recibió el «ok» de su protagonista y «Mauthausen» se envió a la imprenta. El objetivo que el caprichoso pasado había encomendado a Maeso estaba cumplido. Quizá por ello, el mismo día que el libro entró en imprenta, el hombre que siendo un chaval se fue por la puerta de su casa para luchar por la República y que aguantó los trabajos forzados dijo «basta». Setenta años después de empezar a escribir su historia, ésa que empezó a los 17 dejando atrás su hogar, Adolfo Maeso fallecía. De eso hace ya nueve años. Ahora, Crítica reedita sus memorias para que el deber de cualquier superviviente del horror nazi continúe vivo. «Es una obligación –habla Ma-ta–. Me he dado cuenta de que lo que mi tío abuelo quería trasladar es algo común en todos. Me sorprende ese nivel de compromiso. Tienen mucho más que una vocación, es una obsesión de contar su experiencia para que nunca más vuelva a suceder. A parte de ese temor de que suceda lo mismo, viven inquietos con ver réplicas de algo parecido y, desgraciadamente, los últimos años vio acontecimientos con cierto grado de similitud». Si hoy mirase a la ruta que viene de Siria «diría que no acabamos de aprender. La historia va más allá del testimonio, sirve para aprender de los nuestros». Ignacio Mata recuerda el primer contacto con su tío abuelo. Todo venía a través de sus padres. Le contaban las historias de un familiar suyo que él recibía con cierto halo de héroe. Después, ya de adulto, «lo que me llamó la atención es que alguien sobreviviera cinco años en ese contexto». Algo que al final del libro comprendió. Maeso tuvo la «suerte» de haber llegado de los primeros y haberse convertido en pieza imprescindible en la logística de la red de campos que componían Mauthausen. «De hecho –cuenta con sorpresa–, hay una foto de la liberación en la que Adolfo aparece junto a decenas de compañeros en la que no se les ve famélicos ni vagando como “zombies”. Me chocaba y me reconcomía. Luego lo entendí. Para sobrevivir en estos lugares hay que tener suerte, inteligencia emocional, fortaleza, ayuda y todo lo que haga falta». Las secuelas físicas ahí quedaron, «alguna en el corazón y estoy seguro de que otras no quiso contarlas», apunta Ignacio Mata. Pero lo más duro fue, sin duda, la herencia que le quedó en la cabeza. El temor de ser él el encargado de conducir su vida. Desde los 17 años solamente había cumplido órdenes, ya fuera del ejército republicano, de los guardianes franceses de los campos de refugiados o de los “kapos” de Mauthausen. «Ese vértigo fue una de sus peores secuelas –recuerda Mata con pesar–. Como las pesadillas que le acompañaron hasta el final. El simple sonido de las botas de los soldados...».