Mao: Los juegos del hambre
Entre 1958 y 1962 cuarenta y cinco millones de chinos perecieron a causa de los trabajos forzados, la violencia y la hambruna a los que fueron sometidos por el gobierno del dictador. Obsesionado con el Gran Salto Adelante, su iniciativa destinada a superar el modelo económico occidental en menos de 15 años provocó una de las mayores catástrofes humanitarias. Un documentadísimo ensayo lo estudia
Entre 1958 y 1962 cuarenta y cinco millones de chinos perecieron a causa de los trabajos forzados, la violencia y la hambruna a los que fueron sometidos por el gobierno del dictador
Alain Peyrefitte, ocho veces ministro de Francia con De Gaulle, Pompidou y Giscard D’Staing, viajó a comienzos de los años setenta del pasado siglo a China y regresó entusiasmado. Fruto de aquel viaje fue un libro que todos leímos en la época, «Quand la Chine s’eveillera» («Cuando China despierte», Plaza&Janés, Barcelona, 1974). Se declaraba asombrado por los inmensos avances logrados por el gigante asiático y, en algunos momentos, subyugado por la personalidad del presidente Mao y admirado por el culto que le rendía su país en una época en que se cerraba la Revolución Cultural, que empobreció la universidad, destruyó millares de obras de arte, encarceló a millones de intelectuales, profesores y disidentes reales o imaginarios y causó unos tres millones de víctimas, y todo ello porque al «Gran Timonel» se le escapaba el poder de las manos.
Peyrefitte concede que «No hay cambio radical sin holocausto; no hay holocausto sin una motivación que lo justifique: que el antiguo régimen haya pasado de los límites de lo tolerable», y considera pura fantasía «que se puede obtener el entusiasmo por la Revolución, el celo en el trabajo, la disciplina colectiva, sin que, al mismo tiempo, sean denunciados, castigados, reeducados, encarcelados, eventualmente exterminados, los perezosos, los libertinos, los adversarios, los desviacionistas...».
Al tiempo, comulga con ruedas de molino –y casi todos con él– cuando pregunta por las hambrunas de los años del «Gran salto adelante» (1958-1962), cuyo clamor llegó a Occidente pese a los maoístas, y les responden: «La verdadera hambre, aquella en que se comen raíces antes de recurrir a la antropofagia, no se ha conocido en China desde la liberación» (1949) y, por su cuenta, el autor concluye: «Lo que parece seguro es que, después de tres años de grandes privaciones, 1959-1961, el problema del hambre no se plantea en China desde hace diez años».
Hasta la antropofagia
Cuatro décadas después, un verdadero conocedor de ese país como Frank Dikötter, profesor de Historia de China en los Países Bajos, en el Reino Unido y hoy en Hong-Kong, asegura que en los años del «Gran salto adelante», entre 1958 y 1962, «en el mejor de los casos» 45.000.000 de chinos (14/15% de la población) perecieron a causa de los trabajos forzados, la violencia y la hambruna –que llegó a la antropofagia– a los que fueron sometidos por Mao Zedong («La Gran hambruna de la China de Mao, Historia de la catástrofe más devastadora de China», 1958-1962, Acantilado, Barcelona, 2017), recién aparecida en castellano.
Según Dikötter, Mao tuvo la lunática idea del «Gran Salto Adelante» durante la conmemoración del 40º aniversario del triunfo de la Revolución Bolchevique, organizada en noviembre de 1957 por Nikita Jruschov, en la que fue invitado de honor. El secretario general del PC soviético fanfarroneó que en 15 años la URSS habría sobrepasado la producción industrial estadounidense. En su intervención, Mao no se quedó atrás: «...Hablando con pruebas dignas de crédito (...) yo os digo que en 15 años nosotros alcanzaremos o superaremos a Gran Bretaña». Pero, ¿cómo lograrlo y que sus palabras no quedaran, como también dijo en Moscú, en «mera jactancia y que en una futura reunión internacional me critiquéis por subjetivo»? China había amanecido al siglo XX como país dividido, atrasado, carente de industria, escaso en fuentes energéticas y con una agricultura anticuada que no alcanzaba para dar de comer a sus habitantes. Y, empeorando la situación, llevaba un cuarto de siglo de conflictos destructivos y sangrientos, con cincuenta millones de muertos.
Y el problema aún se ahondaba más: el triunfo revolucionario (1949) fue seguido por tres años de represión y un cambio radical en los cuadros dirigentes a todos los niveles, con parte de la clase más capacitada de China refugiada en Taiwán (Formosa), donde el Guomindang, presidido por Chiank Kai-shek, había fundado la República China, lo cual perpetuaba el estado de guerra con esporádicos estallidos violentos.
¿Qué hacer para salir del subdesarrollo, terminar con el hambre, reconstruir el país, alcanzar la industrialización y un elevado grado de bienestar en 15 años, hacia 1972, si se quería mantener el desafío? Lo único abundante era población: 600 millones, la más alta de la Tierra, por tanto, Mao, desafiando –y purgando– a los tecnócratas que criticaban sus «avances temerarios» impuso la idea del «Gran salto adelante, que no conseguiría el desarrollo con grandes complejos industriales como en la URSS –para cuya construcción no existía capital en China– sino mediante la imaginación y la creatividad. Y esta sugirió sustituir es escaso dinero por su abundante capacidad de trabajo. ¿Cómo? Igual que los monarcas de la antigüedad levantaron sus colosales obras e hicieron sus guerras: movilizando a las poblaciones campesinas durante el invierno para que prestara su servicio a la comunidad, permitiendo que trabajaran sus tierras en ápoca de siembra y recolección. Para conseguir ese avance, el «Gran salto adelante» «caminaría sobre dos piernas»: la industria (pesada y ligera) y la agricultura. Esta debería multiplicar sus rendimientos a base de sanear tierras o de irrigar inmensas superficies incultas o de secano.
Dikötter ofrece varios ejemplos de la improvisación, el desorden y el peso de las ideas de Mao en este ámbito. Para aclarar las aguas del Río Amarillo, «dolor de China», y controlar sus devastadoras crecidas se ideó un súper embalse en el que trabajaron decenas de millares de campesinos que movieron seis millones de metros cúbicos de tierra a pico y pala. Algunos técnicos formados en el extranjero criticaron que el proyecto tenía tantos fallos que sería un fracaso: fueron acusados de aburguesamiento, de ideas extranjerizantes y capitalistas y, finalmente, depurados. Las prisas de Mao por inaugurar rápidamente la presa acumuló nuevos fallos y, al final, los sedimentos pronto la colmataron, las poderosas turbinas quedaron inutilizadas y el faraónico proyecto resultó inútil, convirtiéndose poco a poco en otro accidente geográfico en el gran río.
Todo inútil
El esfuerzo irrigador movilizaba a comienzos de 1958 a uno de cada seis chinos, es decir, a cien millones, que trabajaban en mil proyectos como el embridamiento del río Huai, en el que se construyeron más de cien presas, muchas de ellas inútiles porque en su afán constructor los dirigentes regionales se superponían unos a otros. Fantástico derroche de dinero, esfuerzo y vidas fue el proyecto del río Tao, en la provincia de Gansu, en gran parte desértica. A un dirigente provincial se le ocurrió un fantástico slogan: «El río Tao subirá las montañas». El Tao, con unos 700 km. de curso, es un afluente del Amarillo y hacerle subir las montañas del sur de Gansu y lanzarlo a las llanuras desérticas del norte parecía un proyecto apropiado para la fantasía de Mao, que decía «los humildes son los más inteligentes; los privilegiados, los más estúpidos». Por tanto faltaron los estudios serios sustituidos por zafias experiencias locales. Miles de campesinos trabajaron y murieron removiendo durante cuatro años, millones de metros cúbicos de tierra y, al final, se dejó por imposible.
Internacionalmente tuvo mayor repercusión el embalse de las Tumbas Ming por el relieve arqueológico de la zona, por su proximidad a Pekín y por el esfuerzo propagandístico del régimen, al que corrieron a ayudar estudiantes de todo el mundo comunista. El entusiasmo de estos se esfumó enseguida, pese al trato privilegiado, cuando advirtieron la dureza del trabajo y su desastrosa gestión; algunos calcularon enseguida que unas docenas de camiones y palas mecánicas hubiera realizado la obra con mayor rapidez y con la mitad del coste que suponían los traslados, utillaje, alimentación y alojamiento de millares de obreros. Lo peor fue que, sin estudios geológicos serios, se construyó en un terreno propicio a fugas y filtraciones. Técnicos polacos congelaron el suelo para poderlas inaugurar a bombo y platillo; poco después estaba seco y se abandonó.
El procedimiento de emulación y recompensas –que no era otro que una bandera roja de la que presumir– causó estragos en el campo. Hubo una comuna agraria que registró la extraordinaria producción de 4.200 kilos de trigo por hectárea (la media mundial no llegaba a 1.500 kilos en la época) y fue designada comuna Sputnik (en recuerdo del lanzamiento soviético) y recibió su bandera roja. En todo el país se lanzaron a buscar semillas, fertilizantes y a experimentar con profundidades de cultivo que empobrecieron la producción, aunque se llegara a fantasear con falsedades de rendimiento de 37,5 toneladas por hora (el actual record mundial está en 16,5 ton/h.). Algún lunático divulgó que los materiales de construcción fertilizaban el suelo y se destruyeron decenas de millares de viviendas para pulverizas los materiales y esparcirlos sobre el campo. Según Dikötter se llegó a utilizar incluso azúcar como abono.
Esfuerzos inmensos para resultados mediocres o contraproducentes. Pese a los records de producción cacareados por las infladas cifras oficiales, cada día hubo que enterrar a 31.000 chinos muertos por inanición en el Período del «Gran salto adelante». Aldeas hubo en que falleció el 70% de sus habitantes. La obra de Dikötter constituye un compendio de los errores del sistema y de los horrores que padecieron sus súbditos, de los que lo dicho aquí es una leve muestra. Los disparates que se llevaron a cabo en la industria (medio millón de altos hornos en miniatura, que funcionaron en las comunas fundiendo, incluso, los objetos metálicos de las familias, sumergiéndolas en el neolítico, con una calidad ínfima y a un coste astronómico), en el campo (comunas agraria) en el comercio o en el urbanismo causan estupefacción, incluso hilaridad contenida por el recuerdo del inmenso sufrimiento que causaron.
EL ESFUERZO DE LOS CEMENTERIOS
Los campesinos padecieron desplazamientos inhumanos a tierras lejanas y heladas y fueron diezmados por falta de ropa y calzado adecuados, de alimentos, de agua potable, de cobijos dignos, de cuidados médicos mínimos... y por su sobreexplotación en condiciones inhumanas. En Gansu se calculaba 100 muertos por cada 50.000 hectáreas irrigadas (una superficie de 22 kilómetros cuadrados). El propio Mao consideró: «Zhipu podrá remover 30.000 millones de metros cúbicos de tierra; creo que morirán 30.000 personas; Zeng, ha dicho que removerá 20.000 millones de metros cúbicos; creo que morirán 20.000 personas; Weiking ha prometido 600 millones de metros cúbicos, es posible que no muera nadie». Aparte de que fuera un auténtico crimen, resulta repugnante considerar para que servía tamaño río de sufrimiento: «Remover metros cúbicos de tierra»; no se pensaba para qué servían tales trabajo extenuantes y antieconómicos: remover tierras se había convertido en un fin en su mismo. Otra consideración expuesta por Dikötter es que parte de la hambruna de la época fue provocada por esos movimientos forzados de los campesinos, que o no regresaban a tiempo para las faenas agrícolas o no regresaban nunca, arrasando las ya míseras economías familiares.
«La gran hambruna en la china de Mao»
Frank Dikötter
Acantilado
616 páginas, 30 €