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Miguel Bonnefoy, con la maleta en la mano

El escritor francés explora los límites de la belleza de Venezuela a través de una literatura contemporánea
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  • M.Moleón

    Marta Moleón

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El escritor francés explora los límites de la belleza de Venezuela a través de una literatura contemporánea
Hay personas que siempre están diciendo adiós a lugares. Personas a las que las costuras del mundo les aprietan y para las que las esquinas del tiempo resultan ofensivamente pequeñas. Se van, sí. Pero con despedidas que se resisten a ser totales. Miguel Bonnefoy (París, 1986) es una de ellas. Este escritor de 33 años creció a caballo entre Caracas, Chile, Portugal y las paredes de la Sorbona, histórica universidad parisina que le vio convertirse en maestro de Literatura. Las palabras se han convertido en el paraguas cálido, suave e implacable del ganador del Premio Edmée de la Rochefoucauld para escritores noveles, con el que resguardarse de la agitación social que vive actualmente el país venezolano. “Cuando terminé mis estudios en Francia, fui a tomar un trago con los amigos para festejar que ya éramos maestros y sin darnos apenas cuenta, nos encontramos inmersos durante dos horas en una conversación sobre la posición de la coma en la obra de Proust. En ese momento me di cuenta de que detrás de la coma había otra realidad. De cómo hasta qué punto siendo venezolano, no sabía absolutamente nada de lo que realmente estaba pasando en mi país. Y para poder hacerlo, tenía que salir de la burbuja francesa”, asegura.
Con la determinación de cambiar esta situación y la ferviente seguridad de poder hacerlo, se fue a Venezuela y estuvo allí trabajando durante cuatro años para Fundarte, el brazo cultural de la alcaldía de Caracas durante la revolución, cuyo principal cometido es buscar la auténtica horizontalidad de la cultura. “Yo tenía un cronograma en donde el lunes preparaba unas proyecciones de cine, el martes tenía encuentros literarios, el miércoles la programación de una exposición o el jueves una pequeña representación teatral de marionetas. Todo eso tenía que ir a buscarlo a los barrios venezolanos para conseguir promover solamente culturas populares y ser capaz de traerlas al centro de Caracas mostrando que no había una jerarquía en la cultura. Que no había una cultura noble y una cultura bastarda” añade. Durante ese periodo de descubrimientos personales y colectivos, de encuentros, intercambios, respuestas, luces, interrogantes y miradas culturales distintas, el autor de “Azúcar negro” (editorial Armaenia) -una virtuosa alegoría de la maldición del petróleo- adquiere una perspectiva social comprometida con una ciudad que hasta el momento había sido desconocida para él y consigue recopilar todas las enseñanzas obtenidas y perfilar el esqueleto narrativo de su primera novela “El viaje de octavio” (editorial Armaenia). “Cuando empecé a pensar en esta novela tuve claro el propósito desde el principio. Quería mezclar la tecnicidad del proceso creativo con el conocimiento propio de todo ese caldo caribeño, ese inconsciente latinoamericano tan nuestro y ver cómo funcionaba el mestizaje con la arquitectura literaria de la escritura francesa. Si lo piensas, este libro no es más que la clásica historia del héroe providencial que hace un viaje, aprende cosas y después vuelve a su pueblo de origen para transformarlo. Al estilo del Ulises de Joyce. La estructura narrativa es la misma, pero emocionalmente lo que hice fue poner esos diferentes órganos, venas, ese corazón venezolano y francés para crear un puente de papel entre las dos culturas”, comenta entusiasmado.
Ese puente de papel que intenta trazar de forma continua el escritor, sirve como mensaje y como proclama de una idea, pero también como una forma de entender y practicar el arte de la literatura. A través de un ejemplo muy preciso, Miguel Bonnefoy es capaz de sintetizar la belleza escondida de los libros y erigirse como una prometedora figura de la narrativa contemporánea: “Imagínate que quieres hablar de una guacamaya. La guacamaya, dentro del vientre fonético de la palabra guacamaya ya lleva esa imagen de magnífica criatura tropical cuyo corazón puede latir durante casi cien años y posee el privilegio de elegir a su pareja rápidamente en los primeros meses. Si matas a uno de los dos, el otro se muere días más tarde. Muere realmente de amor. Y es tan impresionante que cuando se pone sobre una rama de un árbol pareciera que todo el bosque se está torciendo con él. Sin embargo, si escribes en francés la palabra guacamaya, debes poner “ara”. Es evidente que la palabra no tiene el mismo relieve, no tiene la misma fuerza, ni la misma madera, ni el mismo perfume. De alguna manera, el hecho de pasar por el francés escribiendo sobre Venezuela, te obliga a ir a hundir tus manos en los “pelos y en el vientre” de la lengua, como decía Neruda, para poder tratar de equilibrar lo que estás haciendo y encontrarle sentido”.

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