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Mitrídates el Grande, el rey que hizo temblar Roma

El apasionante ensayo de Adrenne Mayor arroja luz sobre la vida del monarca de Ponto, uno de los mayores enemigos del Imperio Romano durante el siglo I a. C.
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El apasionante ensayo de Adrenne Mayor arroja luz sobre la vida del monarca de Ponto, uno de los mayores enemigos del Imperio Romano durante el siglo I a. C.
La vida de Mitrídates VI Eupator Dionisio, también conocido como Mitrídates el Grande, rey del Ponto y formidable rival de la Roma republicana, está envuelta en las brumas de la leyenda. Su vida parece marcada por las señales heroicas de todos los tiempos y todas las mitologías. Su mito, por supuesto, tuvo una enorme pervivencia posterior y fascinó no solo a sus enemigos romanos –tanto como otros enemigos legendarios de Roma de la talla de Aníbal–, sino también a la posteridad, como prueban el «Mithridate» de Jean Racine (1673) o el «Mitridate, re di Ponto», la más temprana ópera de Mozart (1770). Se dice que su nacimiento y su ascensión al trono estuvieron marcados por la aparición de un cometa que se pudo ver durante dos largos meses, entre otras señales del hombre divino y providencial que fue. Pero es posible también investigar los datos históricos sobre sus hazañas. Precisamente acaba de salir a la luz una apasionante biografía escrita por Adrienne Mayor bajo el título «Mitrídates el Grande», merced a los buenos oficios de Desperta Ferro Ediciones, que propone un exhaustivo y bien documentado e ilustrado recorrido por la peripecia del soberano oriental que puso en jaque a Roma durante años. El libro de Mayor destaca de forma atractiva los paralelos de la lucha entre Roma y el Ponto como uno de los primeros choques entre Occidente y Oriente, con interesantes comparaciones con la posteridad, y a la vez contrasta las fuentes históricas con el mito mitridático.
La aventura comienza en 120 a. C., cuando Mitrídates V Evergetes es envenenado en un banquete acaso por su esposa y madre del joven Mitrídates VI, que tiene que escapar a los bosques: su leyenda afirma que vivió desde los 8 a los 14 años como un animal salvaje en páramos y montañas, alimentándose de lo que encontraba, y que así acostumbró su cuerpo a las privaciones. A su regreso se dice que dio muerte a su madre y a su hermano –otras versiones más piadosas afirman que simplemente los depuso y encarceló– y que se casó con su hermana Laodice. La leyenda más conocida sobre él es que era inmune a los venenos a partir de su vida salvaje, de donde le vino la dureza proverbial de su cuerpo y que siempre experimentó, como quiere su figura literaria, con todo tipo de venenos y antídotos que hicieron de su cuerpo el de una suerte de superhombre. Así, incluso cuando, al final de sus días, quiso morir envenenado por su propia mano para no ser capturado por los romanos, falló toda ponzoña y tuvo que acudir a la espada después de un suicidio en grupo de sus familiares más cercanos.

Estratega y diplomático

Cuando se hizo con las riendas del trono, heredó un reino joven y pujante y de prometedor futuro, continuando la política expansionista de su padre Mitrídates V. Hábil estratega y diplomático, supo unir a los diversos pueblos de Anatolia en contra de los romanos, cuya creciente influencia retrató como la de un enemigo común que iba a enseñorearse de aquellos lares. Rodeado de consejeros griegos, también se forjó una imagen propagandística inigualable: se tenía a sí mismo como un heredero de Alejandro Magno, por su estirpe materna, que también remontaba por linaje paterno hasta Darío I, el gran gobernante aqueménida que consolidó aquel enorme estado multiétnico. Con ello se perfilaba a sí mismo como heredero de todo el legado helenístico en el que confluían Oriente y Occidente, el conglomerado de pueblos bajo la égida persa y toda la carga simbólica y cultural del mundo griego. Con estas bazas pretendía aunar voluntades y erigirse en defensor de un mundo oriental que se resistía a ser asimilado por lo que consideraba la injerencia de unos bárbaros occidentales que hablaban latín y que, poco a poco, desde la toma de Corinto en 146 a.C., se habían ido expandiendo hacia el Oriente a costa de los estados herederos del mundo helenístico.
Comoquiera que sea, este rey políglota capaz, como afirma Plinio el Viejo, de hablar las decenas de lenguas de los pueblos que dominaba, supo recabar el apoyo de griegos y asiáticos, y orquestó hábilmente con los diversos soberanos de las ciudades del Asia Menor una matanza de romanos que alcanzó proporciones también legendarias. Se cuenta que de 80.000 a 150.000 personas fueron pasadas a cuchillo en 88 a.C. por sus convecinos en ciudades tan prósperas como Pérgamo o Efeso. Esa fue la excusa para que Roma, la gran potencia del Mediterráneo occidental, que aspiraba también a monopolizar la economía y la política de su parte oriental, interviniese en la región en las cruentas campañas conocidas como Guerras Mitridáticas, que pusieron a prueba la pericia de los más destacados generales de la República romana. El primero fue nada menos que Sila, el prohombre romano que, tras expulsar a Mitrídates de Grecia, tuvo que interrumpir la campaña para enfrentarse a su rival Mario en las guerras civiles que comenzarían a asolar la República en esos años.

La caída del rey

A Sila le seguiría en el mando Lucio Licinio Lúculo, conocido proverbialmente con posterioridad por su gusto por la buena mesa y por la fortuna enorme que amasó en la región, que supo enfrentarse dignamente con Mitrídates y con su aliado Tigranes, rey de Armenia. Plutarco, en sus «Vidas paralelas de Cimón y Lúculo», que tuve el honor de traducir hace ahora diez años para la benemérita Biblioteca Clásica Gredos, pondera especialmente el papel de Lúculo aduciendo que fue él realmente, frente a Sila y Pompeyo, el causante del declive militar de Mitrídates. Dice Plutarco que «después de Lúculo no se produjo ninguna otra acción de Tigranes o de Mitrídates. Antes al contrario, este último, por un lado, ya debilitado y desarbolado por causa de los primeros combates, ni siquiera una vez se atrevió a mostrar sus fuerzas a Pompeyo fuera de sus acuartelamientos, sino que escapando hacia el Bósforo se marchó hacia allá y murió. Y por otra parte, Tigranes mismo se arrojó desnudo y desarmado ante Pompeyo, quitándose la corona de la cabeza y poniéndosela ante los pies, y adulando a Pompeyo no por sus propias hazañas, sino por aquellas que habían dado un triunfo a Lúculo. Al menos adoraba recuperar los símbolos de su realeza, de los que había sido despojado anteriormente. Más grande es, pues, el general, como sucede con el atleta que entrega a su oponente a su sucesor más debilitado después de él».
Pese a esto, Lúculo no pudo llevar a término la guerra y tuvo que ser Pompeyo, después de librarse de la amenaza de Sertorio, quien pusiera fin a la amenaza del peligroso rey del Ponto y lo exiliase. Los romanos, sin embargo, no pudieron vengarse de la afrenta de la matanza perpetrada y orquestada por Mitrídates y lo persiguieron por doquier en las montañas más alejadas del interior de Asia. No pudieron cobrarse la pieza y finalmente Mitrídates murió por su propia mano, o en un suicidio asistido, ya acorralado por los romanos. Fue el fin de una vida inolvidable que ya ha devenido leyenda, desde Plutarco a Mozart y más allá.

Un precedente del choque de civilizaciones

La peripecia de Mitrídates ha sido comparada posteriormente, por periodistas e historiadores, con la de otros rivales orientales de imperios occidentales, como una suerte de precedente de lo que Huntington llamaría un «choque de civilizaciones». Se ha destacado por ejemplo el paralelo con Osama Bin Laden, quien, después de realizar la matanza más espantosa en el corazón del imperio de nuestros días, también combatió en una guerra desigual a éste y burló su persecución, escapando a las represalias durante muchos años en las montañas del interior de Asia. Otro tanto pudo hacer Mitrídates durante casi dos decenios, conjurar las fuerzas armadas más poderosas del mundo en su época, las de aquella República romana que ya era en la práctica un imperio universal, plantándoles cara con destreza y estrategia y finalmente escapando a su venganza hasta que, al fin, fue encontrado y muerto. Otros precedentes de este casi proverbial encontronazo entre Oriente y Occidente en la antigüedad que han sido citados periodísticamente son la guerra de Troya, las Guerras Médicas o la Anábasis de Jenofonte; pero, obviamente, como en el caso que nos ocupa, las diferencias con el mundo actual son enormes y no conviene simplificar en busca de paralelismos.

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