Monumental Emperador. Biografía oficial de Hirohito
Su papel en el conflicto de la II Guerra Mundial aún no ha sido bien aclarado. Según la biografía advirtió de que el enfrentamiento con EE UU sería «autodestructivo» y aceptó plenamente su responsabilidad en la contienda
Veinticuatro años de trabajo, 12.000 páginas y 61 tomos que empezarán a publicarse a partir de marzo de 2015. Su controvertido papel en la Segunda Guerra Mundial, la dura posguerra y el milagro económico nipón formarán parte de su contenido.
La derrota del Eje en 1945 se tradujo en la muerte de Hitler, Mussolini y de sus principales colaboradores ajusticiados en Nuremberg. Frente a la desaparición y estigmatización del fascismo italiano y del nacional socialismo alemán la monarquía japonesa sobrevivió contra viento y marea. La rendición de Japón en el acorazado Missouri en plena bahía de Tokio el 2 de septiembre de 1945 no supuso el fin de la ancestral monarquía japonesa ni la separación del trono del emperador Hirohito. Marinos y soldados nipones fueron juzgados como criminales de guerra pero el joven emperador salió incólume de la derrota de su nación. A los 70 años del final de la Segunda Guerra Mundial aparece una biografía monumental oficial del emperador de la Era «Showa» (Paz y Armonía) que nace con el claro propósito de limpiar las responsabilidades de Hirohito durante el periodo de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial. Sesenta y un volúmenes, doce mil páginas, veinticuatros años de trabajo dejarán para la posteridad el mensaje de que el entonces autocrático emperador Hirohito (1901-1989) no pudo evitar que el Ejército y la Marina Imperial comenzase el 7 de julio de 1937 la conquista de China y se lanzasen a bombardear Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, y que en las páginas pronosticó que sería «una guerra autodestuctiva e imprudente» y que definió como «la peor parte de mis recuerdos». La obra, según la Agencia del Palacio Imperial, cuenta con información recopilada de miles de fuentes, entre ellas los diarios de asistentes del Emperador, informes de sus visitas a otros países y entrevistas con medio centenar de empleados del Palacio Imperial. A pesar de que la «objetividad y la trasparencia» han sido los principios inspiradores del trabajo, según sus responsables hay parcelas de la vida de Hirohito que no son tratadas en la biografía, como su expediente académico o su historial médico. Con estas ausencias se pretende evitar las críticas que recibió la biografía de su padre y predecesor de Hirohito en el trono el emperador loco Taisho (1879-1926).
Un total de 112 personas han trabajado en la compilación de información y en la redacción de la obra, cuya elaboración ha costado 200 millones de yenes (1,46 millones de euros), sin contar gastos de personal. Los propios emperadores Akihito y Michiko han tomado parte activa en la revisión y la conclusión de la biografía. El actual Emperador ha completado los últimos capítulos, según confirmó el máximo responsable de la Agencia de la Casa Imperial, Noriyuki Kazaoka.
¿Logrará la nueva biografía borrar definitivamente las muchas brumas que oscurecen los primeros veinte años de reinado de un emperador-soldado, con inmenso poder hasta la derrota de Japón en 1945, y al que los se hace corresponsable de las decisiones que arrastraron a su pueblo a la II Guerra Mundial? En los artículos 11 y 12 de la Constitución de Japón en vigor antes del comienzo de la II Guerra Mundial, el emperador detentaba el mando supremo de la Fuerzas Armadas. Los generales y almirantes despachaban directamente con él y eran en alguna medida elegidos por él. Hirohito era un joven formado en una disciplina militar estricta basada en el código del Bushido y con clara vocación castrense. Salvando las distancias, Alfonso XIII y el Emperador nipón eran en los años 20 y 30 dos reyes-soldado con una forma de pensar, mandar y ver la vida muy parecida en lo tocante al gobierno de su respectivas naciones.
Lo cierto es que la imagen que hoy tenemos de Hirohito poco tiene que ver con la de los grandes dictadores de 1939 a 1945. Especialistas como Edward Behr parecen no tener dudas sobre la implicación de Hirohito en el ciclo bélico que comienza en 1931 con el incidente de Manchuria y que se salda con las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Todos los puestos de mayor responsabilidad de la Armada y del Ejército eran ocupados por oficiales de la confianza del emperador. Las Fuerzas Armadas niponas de los años 30 eran claramente belicistas, en unos tiempos en que los vientos de guerra recorrían el mundo, lo que sin lugar a dudas hacía que el joven Hirohito se dejase influir por sus colaboradores más cercanos y pensase que Japón estaba llamado a conquistar toda Asia Oriental y así lograr «su» verdadero imperio. La derrota frustró sus expectativas expansionistas y su trono quedó a salvo, de manera insospechada, por sus propios enemigos. En julio de 1946, el Comité Coordinador de los Departamentos de Estado, Guerra y Marina de Washington ordenó al general MacArthur, nuevo virrey del Japón, que se preservase el sistema imperial japonés como parte de la política oficial de Estados Unidos durante la ocupación. La máquina de propaganda estadounidense se puso en marcha para convertir al emperador-soldado en un monarca constitucional con poderes puramente ceremoniales, en un símbolo de la nación y de la unidad del pueblo japonés, alejado de cualquier responsabilidad con la guerra recién terminada. El día de Año Nuevo de 1946, Hirohito renunció oficialmente en discurso por radio a su condición de dios vivo, y el sintoísmo dejaba así de ser la religión oficial del Estado nipón. El cambio había comenzado. Hizo lo que tenía que hacer y el Mando Supremo Aliado comenzó a ayudar a una nación arruinada y destruida con enormes cantidades de dólares. El emperador fue mantenido en el poder y fue declarada su inmunidad ante todos los delitos, incluidos los crímenes de guerra. No hubo resistencia a la ocupación por el Ejército norteamericano del archipiélago y Japón se convirtió en un amigo y fiable aliado de EE UU en la Guerra Fría que ya había comenzado.
Desde Estados Unidos se iba a fabricar una nueva imagen del emperador según los designios de la política internacional de Washington. La propaganda brutal y racista contra Hirohito fue reemplazada por la imagen fabricada de un hombre decente, hogareño, profundamente democrático, amante de la paz y arrastrado a una aventura bélica contra su voluntad. Todo esto era una clara distorsión de la realidad, pero los planes de Washington lo exigían y ¿quién iba a protestar? El corresponsal Russell Brines en Tokio, antes y después de la guerra, escribió: «El asunto (Hirohito) era demasiado delicado para jugar con él; el hecho de someterlo a un juicio no hubiera aportado gran cosa positiva, salvo la cura de los sentimientos internacionales heridos, o tal vez, el correcto registro de los hechos».
Muchos de los que le conocieron al comienzo de la ocupación de Japón, y que tenían una imagen muy distinta del emperador fruto de la reciente guerra, al verle en persona opinaron que «era un patético hombrecillo, obligado a hacer tareas desagradables, tratando de controlar su desobediente voz, su cara y su cuerpo». Así fue descrito por la Prensa norteamericana en una de sus primeras apariciones en público: «De más o menos un metro cincuenta y siete de altura, con una traje gris a rayas mal cortado, los pantalones varios centímetros más cortos de lo necesario... Tiene un acusado tic facial, y su hombro derecho se mueve constantemente. Cuando camina, su pierna derecha se va hacia un lado, como si no pudiera controlarla. Era evidente que estaba nervioso e incómodo, sin saber qué hacer con los brazos y las manos». La nueva imagen de Hirohito funcionaba. El contraste entre su imagen marcial y sus nuevas y patéticas apariciones en público provocaron un lento pero constante cambio de la opinión pública mundial sobre la monarquía nipona. Aquel hombrecillo insignificante y tímido no podía ser uno de los causantes de la II Guerra Mundial. Esta inmensa campaña de propaganda ha llegado hasta el día de su muerte. La nueva biografía oficial sigue esta línea y confirma lo dicho por Hirohito en 1988: había dejado de visitar, desde 1975, el polémico Santuario de Yasukuni porque incluía entre los consagrados allí a criminales de guerra. El emperador no quería tener nada que ver con su antiguos soldados. Es cierto que cualquier hombre se puede equivocar y que con la perspectiva que da el tiempo puede cambiar de opinión y ver los errores, pero esto no implica que se pueda cambiar la Historia.
Esta obra se nos presenta como la última y definitiva operación de lavado de imagen de uno de los máximos responsables de la Segunda Guerra Mundial. Al final, del pasado sólo queda lo que cuentan los historiadores y con Hirohito toda la capacidad historiográfica de la familia imperial se ha volcado en esta monumental biografía de próxima aparición. No olvidemos que el actual emperador Akihito es un hombre profundamente interesado en la Historia y que conoce su importancia.