Y entonces entró el Orfeón
Celebraba el Orfeón en Madrid su 125 aniversario y ha vuelto a demostrar su calidad
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Celebraba el Orfeón en Madrid su 125 aniversario. Ya son años de mantener el pabellón alto y de evolucionar de la mejor manera para adaptarse a los tiempos y a las nuevas concepciones interpretativas. En esta su última actuación, en la que ha colaborado la cadena de supermercados BM, ha vuelto a demostrar su calidad. Su primera intervención, tras la salida del barítono, cantando a pleno pulmón el gran tema de la Alegría, nos dejó sin respiración, tal fue la potencia, el empaste, la exactitud de la medida, la soberana unidad; como una sola y asombrosa voz.
Hasta entonces la Sinfonía se venía desarrollando de forma un tanto irregular. La batuta de Sainz Alfaro, director de la masa coral desde hace 35 años, se movía en todos los planos, volaba impulsada por un brazo enérgico que, sin embargo, sabía contenerse y dibujar delicadamente las volutas líricas del “Adagio molto cantábile”. La entrada del “Andante moderato”, y su delineación posterior, fueron excelentes y el movimiento se fue tejiendo gradualmente con escasos problemas y una magnífica intervención del trompa solista.
El primer movimiento, ese “Allegro non troppo , un poco maestoso”, de tan difícil ejecución, fue lo menos logrado; por falta de encaje, de claridad de planos, de hechuras definidas. Aunque el extenso desarrollo tuvo momentos muy buenos impulsados por el en este caso gesto contundente del director, que no logró el balance ideal; entre otras cosas por la irregular distribución de la Orquesta, con tan solo 18 violines en total y cuatro violas, mientras que los chelos eran ocho y los contrabajos cuatro. El viento estaba al completo, aunque sin doblar. No está mal reforzar los bajos mientras no se descuiden los arcos más altos. Claro que aumentar los atriles en estos tiempos es costoso; y la Andrés Segovia, que tan inteligentemente dirige desde hace años su concertino Víctor Ambroa, es una formación de cámara.
Al menos hubo algunos refuerzos importantes en los vientos con músicos de otras formaciones, lo que contribuyó a asentar la sonoridad, que se hizo seca y fustigante ante el gesto conminativo y expresivo de Sainz Alfaro, quien luchó, en ese movimiento y en el comienzo del último para que los arcos agudos se escucharan en mayor medida. Los violonchelos cantaron magníficamente su gran frase recitativo y consiguieron, impulsados por la batuta, un escalofriante pianísimo en la primera exposición del tema de la Alegría, aquel sobre el que Wagner dejó esto escrito: “Jamás el arte más elevado ha creado algo tan simple como esta melodía inocente que asemeja la voz de un niño. Desde que percibimos el tema, un murmullo uniforme suena al unísono en los bajos de las cuerdas y una emoción sagrada nos penetra”.
Luego la refriega, pasajes contrapuntísticos, fugatos, grandes gestos y tenues pasajes líricos, que el Coro, moldeado por su director, acarició. Hasta las frases más duras y significativas, en las que las sopranos y tenores han de escalar y mantener un La agudo durante muchos compases. Nada se resquebrajó: las voces campanearon a los cuatro vientos e inundaron de belleza el espacio del Auditorio. Y siempre, imantados por la mano de Sainz Alfaro, cantando como una sola voz.
Los cuatro aplicados solistas salieron del paso con decoro. Margarita Martínez es una soprano quizá en exceso liviana, pero dotada de un timbre fresco y reluciente, que se defendió con profesionalidad en su difícil frase postrera. Lola Casariego, veterana de mil batallas, en este caso lesionada a consecuencia de una caída, puso su proverbial musicalidad en una parte ingrata. El tenor Igor Peral lanzó su voz valientemente en sus frases guerreras (donde se lució el primer trompeta, levantado por el director), aunque no brilló con total limpidez por la acusada nasalidad de su timbre. Y César San Martín dijo con naturalidad, sin especiales apuros, su vigorosa y definitoria frase de apertura. A su voz le falta algo de cuerpo y oscuridad para el cometido, pero demostró un fiato importante.
Grandes vítores al final, especialmente al Orfeón, que volvió a dejar claro su calidad, entereza, musicalidad (esos pianos de las féminas…), seguridad y su singular y peculiar sonoridad. Extrañamente, el Auditorio no estaba lleno.